Principio de
precaución: un enfoque (neo)aristotélico
Alfredo
Marcos
Universidad
de Valladolid
Resumen
El objetivo del presente escrito es aportar
algunas bases filosóficas para lo que puede ser un proyecto de
investigación a medio plazo. Trazaremos primero los límites del
dominio de la investigación, es decir, exploraremos las dimensiones
éticas de los problemas ecológicos (apartado 1). Aparecerán
después las bases filosóficas que se proponen, y que proceden de la
tradición aristotélica clásica y actual. Se aportan argumentos que
hacen plausible, en principio, dicha elección (apartado 2). A
continuación, se especifican las ideas originales del propio
Aristóteles que pueden ser útiles para pensar los problemas
medioambientales contemporáneos (apartado 3). Y por último, a
título de muestra, se pone a prueba la validez actual de una de las
nociones clave de la filosofía práctica aristotélica, la de
prudencia (phrónesis).
Veremos cómo nos sirve para esclarecer el principio de precaución,
al que con tanta frecuencia apela la ética ambiental contemporánea
(apartado 4).
1.-
Introducción
La ética ambiental trata desde un punto de vista racional los
problemas morales relacionados con el medio ambiente. Esta rama de la
ética tiene cada día más importancia, dado que los problemas
ambientales están hoy muy presentes, pues nuestra capacidad de
intervención sobre el medio es cada vez mayor.
Creo que la idea de que la ética ambiental es
sencillamente ética aplicada es errónea. Daría la impresión de
que los principios éticos están ahí, ya disponibles y listos para
ser aplicados a los nuevos problemas. Lo que sucede es que los nuevos
problemas ambientales nos obligan a repensar los principios y puede
que en muchos sentidos a modificarlos. Aristóteles afirmaba que sólo
realizando acciones justas se hace uno justo y que "lo que hay
que hacer después de haber aprendido lo aprendemos haciéndolo"1.
Hasta tal punto están imbricados los problemas concretos y los
principios generales, hasta tal punto hay interacción entre ambos
planos, en las dos direcciones. Hablando en concreto de ética
ambiental, puede resultar que la ética general acabe sufriendo
modificaciones importantes a causa de la aparición de un nuevo
núcleo de problemas.
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De hecho esto es lo que está sucediendo. Las
cuestiones de ética ambiental están poniendo en apuros a las más
reputadas tradiciones de pensamiento ético, incluso algunos piensan
que a toda la tradición ética occidental.
Podríamos preguntarnos por qué hace falta una
reflexión racional sobre ética ambiental, ¿no es suficiente con
nuestras intuiciones y sentimientos? No podemos, ni debemos,
prescindir de los mismos, pero sin una discusión racional no se
podrían decidir correctamente los problemas actuales. Las políticas
de medio ambiente buscan mantener un medio limpio y utilizable para
las personas, preservar algunos espacios naturales y proteger la
biodiversidad. Pero siempre puede haber quien se pregunte por qué ha
de pagar impuestos o aceptar restricciones para favorecer la
biodiversidad. Además, estos tres objetivos pueden entrar en
conflicto y amenazarse mutuamente, de manera que a veces tendremos
que decidir entre uno u otro, o conciliarlos creativamente: para
mantener la diversidad o la limpieza puede hacer falta intervención
humana, con lo cual se reduce el carácter natural de un entorno
¿Cómo elegimos en estos casos, con qué criterios? ¿La naturaleza
y los seres naturales tienen un valor en sí, o todo se reduce a su
utilidad para el ser humano? ¿Cuáles tienen más valor y por qué,
y cómo se puede comparar ese valor con el bienestar de los humanos
cuando hay que conciliar ambos? ¿Qué sucede cuando el interés de
la especie se opone al de ciertos individuos de la misma? ¿Qué vale
más, un individuo con mayor valor intrínseco (por ejemplo, un
primate) o un viviente que pertenezca a una especie en peligro de
extinción? ¿Bajo qué criterios se debe decidir el conflicto entre
los intereses de distintas generaciones? ¿Cómo repartir con
justicia los riesgos ambientales entre las distintas personas?, ¿y
entre las distintas naciones? Todas estas cuestiones difícilmente se
pueden abordar sólo con nuestras intuiciones morales y buenos
sentimientos (aunque evidentemente sin ellos tampoco podemos
resolverlas).
En definitiva, la reflexión ética es necesaria
también cuando se dirimen cuestiones ambientales. Se requiere una
base racional para tomar decisiones ambientales buenas y correctas.
Pensamos que los principios de la tradición aristotélica pueden ser
de gran utilidad a la hora de construir la referida base racional,
siempre que estén adecuadamente conectados con los problemas
concretos.
Así pues, una parte importante de la investigación debería
consistir en la identificación y clasificación de los problemas
ambientales concretos que fuerzan y condicionan la discusión de los
principios, y sobre los cuales dichos principios deben desplegarse. El propio concepto de problema ambiental merece una
clarificación filosófica, ya que en la mayor parte de los casos se
utiliza de modo confuso y poco reflexivo.
Para hacernos una idea de cuáles son los
problemas ambientales más acuciantes podemos empezar por algunos de
los datos que ofrece el informe Geo-2000
y el más reciente informe Geo4,
del PNUMA (Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente)1.
En una encuesta realizada por este organismo entre 200 expertos
ambientales de más de 50 países, se les pidió que identificasen
los principales problemas ambientales.
Los problemas mencionados con más frecuencia
fueron, por este orden: el cambio climático; la escasez de agua
dulce; la deforestación y desertificación; contaminación del agua
potable; deficiente gobernabilidad; pérdida de biodiversidad;
crecimiento y movimiento de la población; valores sociales
cambiantes; eliminación de desechos; contaminación del aire;
deterioro del suelo; mal funcionamiento de ecosistemas; contaminación
química; urbanización; agotamiento de la capa de ozono; consumo de
energía; aparición de enfermedades; agotamiento de recursos
naturales; inseguridad alimentaria; perturbación del ciclo
biogeoquímico; emisiones industriales; pobreza; tecnologías de la
información; guerras y conflictos; disminución a la resistencia a
las enfermedades; desastres naturales; especies invasoras; ingeniería
genética; contaminación marina; agotamiento de las pesquerías;
circulación oceánica; degradación de la zona costera; desechos en
el espacio; sustancias tóxicas bioacumulativas; efectos de El
Niño; y subida del nivel del mar.
Se trata de un listado que necesita
estructuración, clasificación y comentario. Algunos problemas se
repiten desde puntos de vista diversos, otros en realidad no son
problemas efectivos, sino meros riesgos posibles, otros son posibles
causas de problemas ambientales, pero no son propiamente tales. Aquí
quizá debería centrarse una parte propedéutica de la
investigación2.
Con todo, hay que recordar que los problemas ambientales tienen
varias dimensiones, muchas de ellas externas en principio a la
perspectiva ética, como por ejemplo, las dimensiones jurídicas,
educativas, económicas, científicas, técnicas...
Vease
Robin Clarke (ed.): Geo-2000.
Mundi-Prensa.
Madrid, 2000. p. 339. Geo4
admite que los problemas ecológicos siguen siendo los mismos que
señalaba ya Geo-2000
(www.pnuma.org/GEO4/).
Se puede obtener información actualizada sobre la situación del
medio ambiente en la página web de EIONET (European Environment
Information and Observation Net): www.eea.europa.eu.
2
Puede verse A. Marcos, “¿En
qué medida los problemas ecológicos son responsabilidad humana?”,
Cátedra Andaluza de Bioética, 2008, accesible en
www.fyl.uva.es/~wfilosof/webMarcos/textos/A_Marcos_Granada_22_feb_2008.doc.
El texto reflexiona sobre este listado, aborda el
concepto de problema ambiental y aporta una perspectiva histórica
al respecto.
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Así pues, para la ética ambiental será necesario intentar una
taxonomía de los problemas ambientales en función de sus
dimensiones propiamente morales.
Se pueden intentar distintas taxonomías de los problemas ambientales
para diferentes fines: prevenir riesgos, distribuirlos con justicia,
remediar efectos ya producidos, divulgar o educar... El economista,
el ecólogo, el educador, el político, el biólogo, el empresario,
el jurista, el vecino de una fábrica o de un espacio natural
protegido, cada uno está interesado a su modo en las cuestiones
ambientales y las distribuirá en tipos según su perspectiva. Por
ejemplo, podríamos dividir los problemas ambientales por el ámbito
que resulta afectado: problemas de la atmósfera, de las aguas, de
los suelos y de los seres vivos; o bien, por el origen del agente
contaminante: problemas radiactivos, químicos, biológicos,
mecánicos, como la erosión o la tala; por la inmediatez de sus
efectos: problemas a corto o a largo plazo, no es lo mismo la
contaminación de un vertido químico que la contaminación que
pueden causar aun dentro de miles de años los residuos
radiactivos...
Para la ética quizá la mejor clasificación es la que pone de
manifiesto las relaciones implicadas. Cuestiones como la del cambio
climático involucran evidentemente una dimensión supranacional, en
cuanto a los sujetos que deben decidir y en cuanto a los afectados
por las decisiones. Se requiere que cualquier sacrificio que se pida
se distribuya con justicia entre todos, así como los riesgos que
existan. Por otro lado, los sacrificios los harán, si es que así lo
deciden, ciertas generaciones de humanos, mientras que la mejoría
empezará a notarse, si es que se nota, décadas o siglos más tarde.
Por lo tanto nos hallamos ante una nueva dimensión ética del
problema, que atañe a la relación entre generaciones muy distantes
de humanos. Ni que decir tiene que el problema climático afecta no
sólo a los humanos, sino a todos los seres vivos. Si bien muchos
pensamos que son los intereses de los humanos los que más importan,
la distribución de los efectos debería hacerse respetando en lo
posible a todos los vivientes.
En consecuencia, se ha extendido el uso de la
siguiente clasificación: Los problemas con los que se enfrenta hoy
día la ética ambiental son básicamente de tres tipos,
internacionales (o supranacionales), intergeneracionales e
interespecíficos (o supraespecíficos). Esta clasificación se
presenta como una taxonomía de los problemas ambientales apta para
la ética, pero quizá sería más preciso hablar de una distinción
de las dimensiones con relevancia ética presentes en muchos
problemas ambientales.
Puede darse el caso, y de hecho se da, de que en
una cuestión ambiental, como la del cambio climático, se hallen
implicadas todas estas dimensiones.
Esta distinción de dimensiones en los problemas
ambientales cumple una serie de condiciones que la hacen
particularmente apta para la ética. En las tres dimensiones está
concernido un sujeto con capacidad moral (una persona o un conjunto
de personas). Por otra parte, en las relaciones mencionadas se halla
implicado algún ser natural no humano, vivientes de otras especies,
bienes naturales compartidos por diversos grupos humanos o que se
transmiten de una generación a otra. En tercer lugar, esta
distinción de dimensiones estructura el ámbito de los problemas
ambientales de un modo que facilita la discusión ética y aporta
claridad a la misma1.
Ahora bien, para abordar estas cuestiones éticas se han desarrollado
diversas líneas de pensamiento, apoyadas en distintas tradiciones
filosóficas. La elección de la tradición aristotélica sólo será
legítima y fundada cuando se hayan identificado y sometido a crítica
el resto de las alternativas vigentes. Y ello con una doble
intención: detección de los puntos débiles de las otras
tradiciones y detección de aquellos elementos valiosos de las mismas
que puedan ser adaptados e integrados. En mi opinión, el proyecto de
investigación debería incorporar también como objetivo preliminar
esta tarea.
Entre las tradiciones dignas de atención está,
sin duda –y según creo en primer lugar- la tradición kantiana. Su
influencia sobre el pensamiento actual es enorme y sus aspectos
positivos más que reseñables. Está también la tradición
utilitarista, asimismo de enorme vigencia y con ideas dignas de ser
rescatadas, aunque en sus fundamentos muestre lo que a mi modo de ver
son claras deficiencias. Estimo que también se debería prestar
atención al relativismo posmodernista, valioso, sobre todo en su
pars destruens.
Probablemente, y si nuestras hipótesis se partida no son erróneas,
este recorrido servirá para confirmar la mayor adecuación de la
tradición aristotélica, así como para enriquecer la misma con la
integración de ideas valiosas tomadas de las principales tradiciones
alternativas.
En cuanto a la tradición aristotélica habría
que desplegar al menos dos tipos de trabajos íntimamente conectados,
pero al menos conceptualmente diferenciables: la lectura e
interpretación de los textos de diversos autores (por supuesto, del
propio Aristóteles, y por lo que se vio en la reunión anterior del
grupo de trabajo, también de
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Amartia Sen, Martha Nussbaum, Hans Jonas, Alasdair
MacIntyre y quizá otros “neo-aristotélicos” contemporáneos),
y, en segundo lugar tratamiento de problemas concretos sobre la base
de este bagaje de ideas1.
Lo que intentaré en el resto de mi intervención
será iniciar, aunque sea de modo muy incipiente, la tarea de lectura
del propio Aristóteles con las vistas puestas en la ética ambiental
contemporánea.
2.- Por qué Aristóteles. Una primera mirada
Antes de embarcarse en un proyecto de calado y recorrido conviene
examinar si existen indicios que permitan ver la hipótesis de
trabajo como algo razonable y prometedor. En nuestro caso, trabajamos
sobre la hipótesis de que la tradición aristotélica puede rendir
interesantes resultados en relación con los actuales problemas de la
ética ambiental. Aportaré aquí algunos indicios que hacen, a
primera vista, plausible esta hipótesis y, en consecuencia, hacen
razonable la decisión de trabajar en el sentido indicado. Por
supuesto, dichos indicios no garantizan nada respecto del resultado
final de la investigación, tan sólo avalan la sensatez inicial del
empeño.
La tradición aristotélica se remonta a los
escritos de Aristóteles (384-322 a. C.). Su filosofía moral se
expone básicamente en un libro, la Ética
a Nicómaco, que "sigue siendo
reconocido -afirman Adela Cortina y Emilio Martínez- como una de las
obras cumbre de la filosofía moral"2.
Lo importante de la afirmación que cito es el "sigue siendo".
La filosofía moral de Aristóteles se ha prolongado hasta nuestros
días como una tradición viva. Su contenido parece especialmente
iluminador para las cuestiones ambientales: no en vano Aristóteles
fue también quien puso en pie la primera biología científica que
se conoce, así como una metafísica para la cual los seres por
antonomasia son los vivientes.
Parecería, pues, extraño que a la hora de
elaborar una ética ambiental no acudiésemos a Aristóteles. En sus
textos hallamos la perspectiva del biólogo y del observador asiduo,
reflexivo y compasivo de los vivientes y de la naturaleza en general.
No en vano se dice que tenemos más líneas escritas por Aristóteles
sobre biología que sobre ningún otro tema. Pero, en efecto,
escribió sobre otros temas, como metafísica y
1
Se podría pensar, quizá, en otros autores aristotélicos no
contemporáneos, pero el cariz tan actual de los problemas
ambientales tal vez lo desaconseje.
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ética, lo cual hace todavía más interesante
aquí su obra. Tanto su metafísica como su ética pueden ofrecer
sugerencias de interés para pensar los problemas actuales1.
La tradición aristotélica ha conservado hasta hoy su vitalidad a
través de las aportaciones de muchos aristotélicos. Si algo llama
la atención en este sentido es la pluralidad de los que a lo largo
de la historia se han reclamado aristotélicos: gentes de todos los
siglos, de las más diversas lenguas, de distintas tradiciones
culturales y religiosas, hebreos como Maimónides, árabes como
Averroes, cristianos como Tomás de Aquino... Lo que quiero decir es
que la tradición aristotélica ha nacido y progresado por
integración, ha sido capaz de mantenerse viva gracias al diálogo
integrador que ha sostenido siempre con otras tradiciones. Los
aristotélicos han tendido a pensar que el diálogo es posible, aun
entre tradiciones en apariencia incompatibles. Pero también han
sabido que ese diálogo no es fácil, que requiere un gran esfuerzo,
porque no se trata simplemente de exhibir argumentos ante el otro,
sino de algo mucho más complejo, de integrar formas de vida. Eso
requiere cambios en los puntos de vista (uno tiene que aprender a
verse a través de los ojos los otros), en las prácticas y en las
líneas educativas.
En una sociedad plural, la tradición
aristotélica, con su experiencia histórica en la integración,
puede ser de una enorme utilidad. Más útil, quizá, que las
tradiciones que siguen apelando tan sólo a la fuerza lógica y
universal de la Razón. Y más útil, desde luego, que los
relativismos empeñados en la incomensurabilidad de culturas, y que
resultan compatibles -aun a su pesar- con la razón de la fuerza. El
aristotelismo contemporáneo, como ha señalado Alasdair MacIntyre,
es una tradición experta en establecer puentes entre tradiciones
diversas e integrar doctrinas plurales.
Quizá uno de los pocos elementos comunes a casi todos en nuestra
sociedad sea la llamada conciencia ecológica. Es una de las pocas
ideas morales, junto con las cuatro convenciones de lo políticamente
correcto, que se intenta transmitir en la escuela y que se incorpora
en las dosis de moralina televisiva. No es difícil conjeturar que
una
1
Puede verse A. Marcos: Aristóteles
y otros animales.
PPU, Barcelona, 1996; A. Marcos: "Invitación a la biología de
Aristóteles", en J. Arana (ed.): Los
filósofos y la biología.
Número monográfico de Thémata,
nº 20, págs. 25-48, 1998; A. Marcos: "Sobre el concepto de
especie en biología", en F. Abel y C. Cañón (eds.): La
mediación de la filosofía en la construcción de la bioética.
Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1993; A. Marcos:
"Aristotelian Perspectives for Post-modern Reason".
Epistemologia,
An Italian journal for the Philosophy of Sciencie,
vol. XXIV,
nº 1, 2001; A. Marcos: "Pensar la vida para la bioética",
en M. Vega, C. Maldonado y A. Marcos: Racionalidad
científica y racionalidad humana.
Universidad de Valladolid, 2001. A. Marcos: Ética
ambiental.
Universidad de Valladolid, Valladolid, 2001. A.
Marcos: “The Species Concept in Evolutionary Biology: Current
Polemics”, en Wenceslao J. González (ed.): Evolutionism:
current approaches
(en prensa). A.
Marcos : « Téléologie biologique et problèmes
ontologiques : une perspective aristotélicienne », Seminaire
Fonction 2005-2006 : La notion de Fonction dans les sciences
humaines, biologiques et medicales,
CNRS-Paris1–Paris7, Institut d’Histoire et de Philosophie des
Sciences et des Techniques (IHPST), Paris, 2006 (accesible en
www.fyl.uva.es/~wfilosof/webMarcos/textos/A_Marcos_Teleologie_Aristote.doc).
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instrucción ambientalista de corte sentimentaloide, sin bases
racionales suficientes y desconectada del resto de la vida,
propiciará una reacción antiecológica más bien pronto que tarde,
pues el niño o el joven verán este ecologismo barato como parte de
la ideología del sistema. Lo encontrarán irracional y desconectado
de la forma de vida de la sociedad en la que crecen. Se preguntarán
por qué han de sacrificar parte de su bienestar en el altar de la
"Madre Naturaleza" o de "Las Generaciones Futuras",
cuando el hedonismo es la prédica que oyen a diario y la práctica
que bendicen sus mayores. Si se quiere desarrollar la ética
ambiental y utilizar su potencial como elemento positivo de
integración cívica, hay que dotar a esta disciplina de una base
racional y de una conexión con la forma de vida. Estas dos labores
puede hacerlas, quizá mejor que cualquier otra, la tradición
aristotélica.
En nuestros días, pueden señalarse como representantes destacados
de la tradición aristotélica -en lo que a filosofía moral,
pensamiento social y económico y ética ambiental se refiere- Martha
Nussbaum, Amartia Sen, Alasdair MacIntyre, Hans Jonas o Charles
Taylor (y seguramente algunos más). Como pudimos comprobar en la
reunión precedente (10 de julio de 2008), muchos miembros del equipo
de investigación han mostrado interés por estos autores y poseen ya
un considerable bagaje en cuanto a la lectura y reflexión sobre los
mismos.
El aristotelismo nunca ha pretendido inventar una moral nueva desde
las puras ideas, sino razonar, aclarar y corregir la moral común.
Nunca ha pretendido traer a la realidad política una utopía
lucubrada, sino reformar en el sentido de la libertad y la justicia
las estructuras existentes. A veces se ha considerado este talante
realista y reformista como una debilidad, sin embargo hoy constituye
uno de los mejores argumentos a favor de la tradición aristotélica.
En nuestra sociedad ya está presente la convicción de que debemos
cuidar la naturaleza y legar una Tierra en condiciones, de que el
sufrimiento de los vivientes debe ser evitado, sabemos que para
causarles la muerte debe haber una razón proporcionada, y que
ninguna -salvo quizá la defensa propia- lo es para provocar la
muerte de un ser humano. Como ética ambiental, el aristotelismo
viene a coincidir con el sentido común crítico e ilustrado, al que
otorga una base filosófica sólida, criterios y claridad para
discernir en casos complejos y un proyecto de acción: el desarrollo
humano y la cuidadosa humanización de la naturaleza.
Así pues, la tradición aristotélica merece, al menos a primera
vista, ser desarrollada y puesta al día para afrontar los nuevos
problemas ambientales.
3.- Por qué Aristóteles. El fondo de la
cuestión
Al margen ya de los indicios mencionados, que tienen carácter un
tanto periférico, podemos señalar las ideas de fondo que
encontramos en el núcleo de la obra de Aristóteles y que parecen
hacerla particularmente apta para fundar la ética ambiental
contemporánea. No voy a desarrollar por extenso ninguna de estas
ideas, pues el objetivo de este escrito es más bien programático,
pero si creo interesante dejarlas apuntadas y dar una breve
explicación de cada una. Si tuviera que destacar algunas ideas
centrales del pensamiento aristotélico que lo hacen especialmente
prometedor para la ética ambiental, yo señalaría las siguientes:
3.1. Superación de los dualismos
En los textos del pensador griego aparecen
conceptos que, convenientemente desarrollados, pueden servir para
superar los dualismos
criticados por algunas de las líneas de pensamiento ambiental. La
superación de los dos polos se produce en cada caso por integración
de ambos, no por anulación de uno de ellos. Así, la noción de
verdad práctica
salva la distancia entre lo objetivo y lo subjetivo. La
caracterización del ser humano como animal
racional político teje armoniosamente
los mimbres de los que estamos compuestos, la libertad, la cultura,
la sociedad, junto con la naturaleza. La unidad
del viviente, cuerpo y alma, potencia y
acto, pero una misma y única sustancia, como la cera y la figura
impresa en ella, evita el íntimo de los dualismos. La antropología
del deseo inteligente o inteligencia
deseosa, evita la disgregación
dualista entre razón y sentimiento. En la noción de prudencia
se traban indisolublemente la virtud moral y la ciencia, el saber
abstracto y el dominio de la ocasión. La misma idea de felicidad
en Aristóteles es ya un puente entre el conocimiento y el interés,
entre razón teórica y práctica. La tradición aristotélica
constituye, por tanto, una promesa de entendimiento entre los polos
eco-biocentrista y antropocentrista. Y una vía de superación de
ambos en los terrenos intermedios de la sensatez. Todo ello es acorde
con la propia idea aristotélica de virtud
como un término medio y mejor fijado por la prudencia.
3.2. Antropología integradora y realista
Especial importancia tiene, a mi modo de ver el
hecho de que Aristóteles haya construido una antropología
muy realista e integradora. El ser
humano es "inteligencia deseosa o deseo inteligente"1.
La adecuación de los dos polos (intelecto y deseo) debe hacerse por
integración, sin que ninguno de los dos sufra violencia para
adecuarse al otro, pues en ese momento el hombre se estaría haciendo
traición a sí mismo, estaría dejando de ser auténtico, verdadero.
Esto sucede tanto si los deseos son negados en un ascetismo extremo,
como si imperan sin restricción sobre la inteligencia hasta
obnubilarla y falsificarla. Esta idea nos ahorra la elección entre
el logicismo kantiano y el hedonismo utilitarista.
3.3. Teoría de la acción
En la misma línea de superación de los dualismo,
también creo reseñable la teoría
aristotélica de la acción, que
permite una correcta integración del deseo
como móvil de la acción (por ejemplo, el médico quiere sanar al
enfermo), el intelecto
que sabe cómo hacerlo (el médico sabe que el paciente necesita
calor y que hay una manta en el armario) y el movimiento
que realiza la acción (el médico coloca la manta sobre el
paciente). El deseo sufre un proceso de diferenciación a través de
la deliberación intelectual. Cuando el deseo diferenciado
intelectualmente llega a un cierto grado de especificación, conecta
con el repertorio de movimientos disponibles, y se convierte él
mismo en movimiento, en acción. No se puede dar calor a alguien,
así, en abstracto, pero sí se puede
calentar-a-este-enfermo-poniendo-sobre-él-esta-manta-que-está-en-este-armario.
El deseo no es exterior al intelecto o al movimiento, ni el intelecto
al movimiento, sino que el movimiento es deseo diferenciado, incubado
mediante la deliberación intelectual. El deseo y el intelecto se
modifican y construyen mutuamente hasta convertirse en acción. No
hay aquí una relación de medios a fines, como si los unos fuesen
exteriores a los otros, como si el deseo simplemente pusiera los
fines y el intelecto se limitase a buscar los medios. Los medios
empleados no son distintos del fin buscado: son la forma concreta del
fin, son el mismo fin hecho movimiento.
3.4. Teoría de la felicidad
De la teoría antropología y de la acción
pasamos de modo natural a la teoría
aristotélica de la felicidad, que
también puede ser un punto de apoyo importante para la ética
ambiental. Si el ser humano es inteligencia deseosa o deseo
inteligente, entonces la
1
EN
1139b 4-6. Muchos filósofos modernos, incluso racionalistas, al
definir al ser humano "olvidaron" la parte intelectual o
racional. Así, Espinosa dice que el ser humano es esencialmente
deseo (cupiditas
est ipsa hominis essentia),
y Hume que "la razón es y debe ser solamente la esclava de las
pasiones, y no puede pretender otra misión que el servirlas y
obedecerlas" (Tratado
sobre la naturaleza humana.
2,3,3.).
Otros, en la línea kantiana, han querido trazar una ética al
margen de la naturaleza animal del ser humano, fijándose sólo en
el aspecto racional del mismo.
-------------------------------------------
función del ser humano será el cumplimiento
inteligente de los deseos de un ser inteligente, es decir, dotado de
razón. Y uno de dichos deseos es el de conocer,
el de alimentar la inteligencia. Pero hay más: el deseo de convivir
(el ser humano es "animal político"), de tener familia,
amigos, conciudadanos, y el deseo de un cierto bienestar.
Una vida en general dotada de un bienestar moderado, en compañía de
seres queridos y con tiempo suficiente para el cultivo del
conocimiento, sería para Aristóteles una vida cumplida, feliz. Pero
téngase en cuenta que el cultivo del conocimiento, la convivencia y
el bienestar no son medios exteriores al fin que buscan, la
felicidad, sino la forma concreta en que ésta se realiza, son el
contenido de la felicidad, son medios sólo en el sentido de que son
partes de la misma, como las partes de un viviente son sus órganos.
¿Alguna receta para alcanzar semejante tipo de
vida feliz? Pues no exactamente. Pero, Aristóteles recomienda el
desarrollo de hábitos virtuosos bajo la guía de la prudencia, que
es una virtud (y por lo tanto un hábito) a medio camino entre el
deseo y el intelecto, es decir, una virtud intelectual. La prudencia
es nuestra guía en la tarea de construir, de crear, el justo medio,
el lugar de la virtud, y de huir de los excesos. Así pues, la ética
no se resuelve en una serie de frases, no es una entidad
principalmente lingüística, sino que se expresa y encarna en una
forma de vida
conforme a la prudencia.
Aquí hay que introducir un par de advertencias.
En griego se dice eudaimonía,
y nuestra traducción por "felicidad" en cierta medida nos
confunde, porque para Aristóteles la eudaimonía,
más que un estado en el que me encuentro, es una actividad que
realizo, una actividad que tiene su fin en sí misma. Si preguntamos
"¿y para qué quiero ser feliz?", la respuesta más
sensata sería: pues precisamente para eso, para ser feliz. Es la
actividad que querríamos seguir haciendo siempre. Cuando me desplazo
deseo llegar a un lugar distinto del que ocupo ahora, y cuando lo
alcanzo he logrado el fin y el movimiento cesa. Muchos de nuestros
movimientos son de este tipo, buscan un fin y se extinguen con la
consecución del mismo. Pero cuando veo, puedo desear seguir viendo,
no viendo algo en particular, sino sencillamente viendo, porque la
actividad de ver se justifica por sí misma, cuando pienso puedo
desear seguir pensando, cuando amo seguir amando y cuando soy feliz
seguir siéndolo. Este tipo de actividades se buscan a sí mismas, y,
por lo tanto, su ejecución no tiene por qué cesar cuando han
logrado su fin, porque el fin que buscan es seguir ejecutándose. De
este tipo es la felicidad. Lo que sucede es que palabras como
"visión" o "pensamiento" dan en español la idea
de una acción, mientras que "felicidad" nos sugiere un estado. Nos podemos hacer una idea de lo que
quiere decir eudaimonía
si lo traducimos por "realización" o "autorrealización".
3.5. Conexión entre ética y política
Y todavía hay que hacer una segunda advertencia,
que nos permitirá pasar del plano ético al político. La eudaimonía
es la buena vida y la vida buena. En español solemos entender por
"buena vida" una vida satisfactoria, plena, de realización
y prosperidad. A veces incluso empleamos la expresión de un modo
entre burdo e irónico cuando decimos cosas como "darse la buena
vida". Por otra parte, por "vida buena" solemos
entender algo así como vida virtuosa. Pues, en el sentido
aristotélico, la felicidad cubre los dos campos semánticos.
Inmediatamente podemos objetar que quien practica la virtud
difícilmente obtendrá satisfacciones, sino que más bien se verá
frustrado en medio de un mundo injusto. Ante lo cual uno puede
ponerse en plan cínico o hedonista, o bien puede adoptar el registro
estoico, puritano o kantiano1.
En un mundo injusto, diría Aristóteles, mejor
padecer la injusticia que cometerla, pero mejor aún es no tener que
padecerla ni cometerla. ¿Por qué hemos de aceptar un mundo en que
el virtuoso sea necesariamente infeliz? Aquí encontramos el
entronque de la ética con la política. Una sociedad aceptablemente
justa es aquella en que la buena vida y la vida buena no son
incompatibles. No es que aspiremos a un reino terrenal perfecto en
que la virtud sea siempre recompensada. Es más, este tipo de
maximalismos utópicos han traído históricamente más sufrimiento
que justicia. Pero sí se pueden pedir al menos algunas reformas,
para que cada cual pueda buscar su felicidad de modo íntegro, sin
tener que elegir entre bienestar y virtud. De la misma forma, la
ética ambiental no puede consistir sólo en un conjunto de
prohibiciones dirigidas a la protección del medio a costa del
sacrificio de las personas, sino que también tiene su cara política.
La ética ambiental tiene que hablarnos también del tipo de sociedad
en la que una persona que favorezca la conservación del mundo
natural pueda, si no darse la buena vida, sí al menos llevar una
vida agradable y digna. Dicho de otro modo, no se pueden separar
ética ambiental y política ambiental. Y, en el terreno político,
el aristotelismo se presenta como un reformismo. Huye tanto de los
planteamientos utópicos, que tienden a sacrificar lo bueno presente
en aras de lo mejor futuro, como del inmovilismo, que impide la
crítica y el progreso. En cuanto a la política ambiental, esto
podría traducirse hoy en una crítica prudencial de la tecnociencia.
Esta
1
Una prueba de que la ética kantiana y puritana permanecen dentro
del mundo conceptual del hedonismo, aunque sea para negarlo, es que
aquí felicidad debe entenderse como placer.
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visión crítica de la tecnociencia desde la ética
quizá decepcione a cientificistas y tecnologistas, a los que piensan
que el progreso humano consiste en el adelanto de la tecnociencia.
Pero, por otro lado, el aristotelismo aplicado a la política
ambiental invita a la aceptación y valoración positiva del progreso
tecnocientífico, del bienestar y del saber que mediante el mismo se
ha logrado, antes que a un rechazo frontal y utópico de la
tecnociencia. Esto quizá decepcione al ecologismo más radical.
Merece la pena, no obstante, mantener en mente ambas caras de la
tecnociencia, y tratar mediante reformas sensatas de potenciar su
capacidad de progreso y minimizar su potencial para producir daños.
3.6. Comprensión de los seres naturales y de su valor
Hemos arrancado de consideraciones centradas en el
sujeto ético, es decir, el ser humano, su unidad, acción y función
(felicidad), la guía prudencial de la acción y su proyección
política y social. Resta ahora anotar algunas ideas aristotélicas
sobre el objeto que interesa a la ética ambiental, a saber, la
naturaleza que nos rodea. A mi entender, en
ética ambiental se precisa una teoría como la aristotélica, que
conecte ser y valor y que cumpla además las siguientes condiciones:
que distinga correctamente entre entidades abstractas, como especies
o géneros, y sustancias concretas, como organismos, poblaciones o
ecosistemas; que distinga correctamente en su ser y valor lo natural
de lo artificial, y, dentro de lo natural, lo vivo de lo no vivo; que
reconozca valor objetivo a los vivientes; que introduzca una
graduación entre ellos no basada en la especie y que no rompa la
igualdad entre humanos.
3.7. Conexión ser-valor
El ser y el valor, el discurso sobre lo que es y
el discurso sobre lo que debe ser, han estado escindidos a lo largo
de la modernidad debido a la llamada falacia naturalista: si pasamos
del ser al
deber ser,
estamos cometiendo una falacia. Esto hace que el conocimiento de la
naturaleza difícilmente pueda ser empleado como base de la moral. Lo
que aprendemos sobre los seres naturales no nos aporta luz acerca de
cómo debemos tratarlos. Ni siquiera el conocimiento de la propia
naturaleza humana sirve de gran cosa en materia ética. Todo esto
resulta muy desalentador, pues parece confinar la ética al reino de
las emociones. Hans Jonas ha identificado esta interdicción -“no
hay paso del es
al debe”-
como uno de los dos dogmas de la modernidad (el otro sería que no hay verdades metafísicas). Jonas propone
superarlo conectando de nuevo el valor y el ser en una perspectiva
aristotélica. Creo que dicha propuesta supone un fundamento muy
adecuado, yo diría que imprescindible, para pensar la ética
ambiental. Por ejemplo, la cuestión de nuestras obligaciones
respecto del legado ecológico que dejaremos a las futuras
generaciones no se puede abordar desde el simple contractualismo,
pues nuestra relación con futuras generaciones es completamente
asimétrica. Tampoco se puede apoyar en el discurso de los derechos,
ya que las personas que ni siquiera existen difícilmente pueden ser
sujetos de derechos. Sin embargo, la
conexión (neo)aristotélica entre ser y valor
permite afrontar razonablemente el problema. El aristotelismo nos
habilita para salvar la falacia naturalista, pues en Aristóteles se
correlacionan el ser y el bien: "El ser es para todos objeto de
predilección y de amor, y somos por nuestra actividad (es decir, por
vivir y actuar)"1.
3.8. Valor intrínseco y gradación axiológica
En Aristóteles hay una comprensión profunda de
los seres naturales, y muy especialmente de los vivientes. De hecho,
su ontología pluralista está basada en las sustancias, y los
vivientes son las sustancias por antonomasia. Los artefactos son
sustancias sólo en un sentido accidental, y las abstracciones en un
sentido secundario. Esta comprensión de los vivientes, con ser muy
racional, contiene al mismo tiempo un componente emocional que va
desde la admiración y el disfrute hasta la empatía. Parte del goce
que se obtiene al estudiar la naturaleza lo atribuye Aristóteles a
la captación del orden, organización, complejidad, y, en
definitiva, funcionalidad de los vivientes. La conexión aristotélica
entre sustancia y función es, a mi modo de ver, uno de los aspectos
que más rendimiento pueden ofrecer en su aplicación a la ética
ambiental. El aristotelismo permite, así,
distinguir grados de valor sobre bases racionales relacionadas con la
integración funcional, y diferenciar en cuanto a su valor las
entidades concretas de las abstracciones. En consecuencia, permite
pensar el valor instrumental e intrínseco de los otros seres sin
rebajar el valor y dignidad del ser humano.
4.- Principio de precaución y prudencia
aristotélica
A título de ilustración de lo dicho, ensayemos ahora el rendimiento
que puede dar un importante concepto aristotélico, el de prudencia,
para esclarecer el llamado principio de precaución.
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La prudencia constituía el engranaje tradicional
entre el conocimiento y la acción. La deliberación prudencial, sin
embargo, es falible y además hace que la responsabilidad de la
acción sea indelegable. Quizá por eso la promesa de la modernidad
tuvo tanto éxito: los logros de la nueva ciencia permitirían
generar métodos de decisión infalibles en los que delegar la
responsabilidad de la acción. Una ciencia con garantías no
requeriría ya ningún intermediario prudencial que la conectase con
la acción. Pierre Aubenque1
afirma que la virtud de la prudencia no ha estado de moda en los
tiempos modernos. Sin embargo, en la postmodernidad los principios
prudenciales están siendo recuperados. En gran medida en eso
consiste el tránsito de lo moderno a lo postmoderno: pasamos de la
promesa de certeza a la conciencia de que hemos de convivir con la
incertidumbre. Luego, se requiere otra vez algún engranaje
prudencial entre el conocimiento, siempre incierto, y la acción,
siempre arriesgada. Volvemos a cargar sobre nuestras espaldas el peso
de la responsabilidad y el riesgo de cometer errores.
El principio de precaución entra en escena en
Alemania, durante los años 70 del siglo pasado, a raíz de la alarma
producida por el deterioro de los bosques2,
causado, según algunos, por la lluvia ácida. El gobierno alemán
tomó medidas, aunque la relación causa-efecto entre la lluvia ácida
y la mortandad de árboles no estaba perfectamente establecida. La
legitimidad de las actuaciones no podía fundamentarse, pues, sobre
ninguna certeza científica. Pero sí podía apoyarse en el principio
de precaución (Vorsorgeprinzip).
El principio se ha incorporado a la normativa ambiental, hasta
convertirse en un principio aplicable globalmente. Ha crecido también
su alcance en el tiempo: se aplica a los efectos sobre futuras
generaciones. El ámbito de aplicación también se ensanchó, desde
las cuestiones ambientales hasta la seguridad alimentaria y la salud.
A pasar de la extendida aceptación actual del principio de
precaución, no existe consenso sobre los supuestos que justifican su
activación, ni sobre las medidas que podemos legítimamente tomar.
Los más radicales querrían una sociedad de la precaución, en la
que la carga de la prueba recayese sobre los innovadores; serían
éstos últimos quienes deberían demostrar la seguridad de las
innovaciones antes de ponerlas en práctica. En el otro extremo están
los críticos del principio de precaución, que
2
Véase Ramos Torre, Ramón, 2002, “El retorno de Casandra:
modernización ecológica, precaución e incertidumbre”, en J. M.
García Blanco y P. Navarro (eds.), 2002, 403-455
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quieren verlo abolido, ya que lo entienden como la mera utilización
política del miedo, como un expediente contrario a la libertad de
investigación y empresa. Para éstos la carga de la prueba debe
recaer sobre el que pretende haber descubierto una causa de
inseguridad en cualquier innovación. Entre ambas posiciones están
quienes quieren que el principio tenga vigencia, pero en una
interpretación moderada y proporcional.
Una posición intermedia es la que contempla el
principio de precaución como una guía provisional, mientras se
mantenga la incertidumbre. Disipada la misma, podremos realizar un
cálculo de riesgos-beneficios y aplicar un principio clásico como
el de prevención. Las decisiones, al final, vendrían dictadas por
la previsión científica
y la gestión técnica de los riesgos.
También en los terrenos intermedios tendríamos una interpretación
que se orienta más hacia lo político. La precaución está dentro
de una gama de principios prudenciales que podemos poner en
funcionamiento gradualmente. No se trata aquí de algo provisional,
porque la incertidumbre no se contempla como provisional. Esta
conclusión se alcanza no sólo desde el relativismo sociologista,
sino también desde el falibilismo. Pensar la ciencia en términos de
certeza o infalibilidad es tener una idea obsoleta de la ciencia.
Desde el punto de vista de la tecnología tendremos que contar,
además, con el factor económico. Los niveles de seguridad se
obtienen a cierto coste, y los recursos empleados en un punto no se
pueden emplear en otro. Siempre tendremos que contar con la
incertidumbre y el riesgo en uno u otro grado, de modo que todos los
principios correctos de conexión entre conocimiento y acción
resultan ser prudenciales por su naturaleza, y sometidos
reflexivamente al control de la prudencia. Aclaremos que la
perspectiva prudencial no anula la perspectiva técnica, sino que la
integra: la previsión y gestión de los riesgos son guías de acción
muy valiosas, pero también están ellas mismas sometidas a la
prudencia.
Kourilsky y Viney afirman que “la convergencia
entre precaución, prevención y prudencia podría justificar que se
reemplazara el principio de precaución por un principio de prudencia
que englobaría a la precaución y la previsión”1.
Creo que esta propuesta es perfectamente aceptable, siempre que se
interprete la prudencia en el sentido de la phrónesis
aristotélica.
1
Kourilsky, P.; Viney, G. (dirs.), 2000, Le
principe de précaution. Rapport au Premier Ministre,
Odile Jacob/La Documentation Française, París, p. 21.
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Y, efectivamente, el principio de precaución
tiene mucho que ver con la prudencia aristotélica. Tanto “previsión”
como “precaución” vienen de la misma estirpe etimológica que
“prudencia”. Además, prudencia y precaución están en la misma
categoría ontológica: ambas son actitudes.
Por lo tanto no tiene interés el intentar una definición del
principio de precaución que permita una aplicación mecánica1.
Sería tanto como traicionar el propio principio, y lo sería
precisamente porque el principio es prudencial. Kourilsky y Viney lo
exponen en estos términos: “El principio de precaución define la
actitud
que debe observar toda persona que toma una decisión relativa a una
actividad de la que se puede razonablemente suponer que comporta un
peligro grave para la salud o la seguridad de generaciones actuales o
futuras, o para el medio ambiente”2.
Así pues, para clarificar el principio de
precaución será útil un breve recorrido por la prudencia
aristotélica. Aristóteles caracteriza la prudencia (phrónesis)
como “una disposición racional verdadera y práctica respecto de
lo que es bueno y malo para el hombre”3.
Dado que es una disposición o actitud (héxis),
se distinguirá de la ciencia (epistéme).
En segundo lugar, al ser práctica (praktiké),
su resultado será una acción, no un objeto; esto la distingue del
arte o de la técnica (tékhne).
La exigencia de racionalidad y verdad ("...metà
lógoy alethé") distingue la
prudencia de las virtudes morales y la sitúa entre las
intelectuales. Por último, el que sea acerca del bien y el mal para
el hombre, y no en abstracto, deslinda la prudencia de la sabiduría
(sophía).
Hasta aquí hemos trazado los límites entre la
noción de prudencia y otras próximas, pero no olvidemos que sólo
"podemos comprender su naturaleza considerando a qué hombres
llamamos prudentes"4.
En general, la prudencia busca la sabiduría y la sabiduría potencia
la prudencia humana. Con todo, la prudencia merece ser buscada por sí
misma, dado que se trata de una virtud5.
Virtud, para Aristóteles, es “un hábito selectivo que consiste en
un término medio relativo a nosotros, determinado
1
Pueden verse hasta seis caracterizaciones del principio de
precaución en Ramos Torre (2002: 416): “El retorno de Casandra:
modernización ecológica, precaución e incertidumbre”, en J. M.
García Blanco y P. Navarro: ¿Más
allá de la Modernidad?.
C.I.S., Madrid, 2002, p. 416. Procedentes de los siguientes textos:
II
Conferencia sobre la protección del Mar del Norte
(1987); III
Conferencia Interministerial sobre el Mar del Norte
(1990); Declaración
de Río en la Conferencia de Naciones Unidas sobre el medio ambiente
y el desarrollo
(1992); Protocolo
sobre bioseguridad de Montreal
(2000); Tratado
de Amsterdam de la Unión Europea
(1998); Francia:
Ley 95-101 sobre protección del medio ambiente
(1995). Todas presentan como elemento común la legitimidad de
actuar sobre las supuestas causas para evitar posibles efectos
gravemente dañinos aun sin certeza científica sobre la relación
causa-efecto.
2
Kourilsky, P.; Viney, G. (dirs.), 2000, Le
principe de précaution. Rapport au Premier Ministre,
Odile Jacob/La Documentation Française, París, p. 151, cursiva
añadida.
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por la razón y por aquélla regla por la cual
decidiría el hombre prudente”1.
En definitiva, no podemos determinar qué es virtuoso sin que
concurra el hombre prudente.
Pero, la propia prudencia es una virtud, y,
además, "es imposible ser prudente no siendo bueno"2.
Luego, nadie podría ser prudente sin seguir la norma dictada por la
prudencia. Este círculo vicioso (o virtuoso) se resuelve mediante la
educación, mediante la acción guiada por alguien prudente mientras
uno mismo no haya adquirido la prudencia3.
La prudencia constituye el criterio de aplicación, interpretación
y, en su caso, modificación o derogación de normas y principios.
Está enraizada en la experiencia y en la responsabilidad indelegable
de cada ser humano. La responsabilidad de la acción no puede ser
traspasada a norma alguna ni procedimiento automático de decisión.
Pero esto no nos condena a la irracionalidad ni al subjetivismo, pues
la prudencia es auténtico conocimiento racional con intención de
verdad. Aristóteles logra, así, una integración apreciable del
conocimiento y la acción que puede ser de utilidad para diversos
problemas actuales, y más si su noción de prudencia aparece
reformulada también en términos actuales.
Para algunos pensadores actuales, como Peirce y
Popper, no existe un método que garantice los resultados de la
investigación4.
"la infalibilidad en materias científicas –decía Peirce- me
parece irresistiblemente cómica”5.
Este falibilismo no es escéptico, no desespera de la posibilidad de
conocimiento verdadero, sino de conocimiento cierto. Prudencia y
falibilismo son ambos actitudes. La actitud falibilista consiste en
asumir que, por más que uno confíe en la verdad de lo que sabe,
siempre puede estar en un error, y que esta convicción debe orientar
nuestras acciones. A esta actitud, sin duda, se le puede llamar
prudencia, es la prudencia en su forma actual. Las consecuencias
prácticas del falibilismo pueden expresarse de forma compendiada en
la siguiente máxima de Peirce: “Do not
block the way of inquiry”6.
Según Peirce, no se puede bloquear la investigación, y no porque
sea un fin en sí misma, lo cual la haría un juego
4
Cf. Popper (1985:45-6). Nadie
niega la existencia de métodos. Lo que se niega es la existencia de
un meta-método
para generar y controlar los métodos de primer orden. Se niega
también la identificación entre este supuesto método científico
y la razón humana.
5
Peirce, Charles Saunders, "Concerning the Author", en J.
Buchler (ed.), Philosophical
Writings of Peirce,
Dover, Nueva York 1955, p. 3.
6
Peirce, Charles Saunders, en J. Buchler (ed.), Philosophical
Writings of Peirce,
Dover, Nueva York 1955, p. 54.
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fútil, sino porque todos podemos estar
equivocados, y bloquear la posibilidad de salir del error es
irracional.
Por otra parte, la prudencia carece de sentido en medio del caos, y
también en un mundo determinista. Pues bien, el falibilismo cobra
sentido junto con la misma ontología que la prudencia aristotélica,
en una realidad con dinámica propia, no determinista ni sometida al
concepto, pero abierta a la intelección humana.
Una segunda versión contemporánea de la prudencia aristotélica la
encontramos en el principio de responsabilidad de Hans Jonas. Dicho
principio puede considerarse paralelo al falibilismo, pero en el
terreno ético. En una de sus formulaciones dice así: "Obra de
tal manera que no pongas en peligro las condiciones de la continuidad
indefinida de la humanidad en la Tierra". Es un principio de
respeto y cuidado de la vida, y de la vida humana en particular; nace
de una actitud de modestia intelectual, del reconocimiento de que
nuestra capacidad de previsión ha crecido, pero muy por debajo de lo
que ha crecido nuestro poder de actuación.
La ética de la responsabilidad ha renunciado a la
certeza en pro del respeto a la realidad, acepta el riesgo ineludible
de la acción hasta el punto de que el miedo es lo que le sirve de
guía (heurística del miedo). Precisamente esta actitud es la que le
lleva a exigir una constante apertura hacia el futuro. Los textos de
Jonas son perfectamente claros: “La única y paradójica seguridad
que aquí existe es la de la inseguridad […] Hemos de contar
siempre con la novedad, pero que no podemos calcularla”. “Toda
política es responsable de la posibilidad de una política futura”
1.
Jonas no cree que su ética pueda ella sola
realizar el bien pleno, sino que, consciente de sus límites, busca
tan sólo proteger las condiciones de la libertad, de la felicidad y
de la asunción futura de responsabilidades, del mismo modo que
Peirce recomienda como última máxima de la razón, como norma más
universal y perentoria, el cuidar de las condiciones de la
investigación libre, el no bloquear el camino de la investigación.
En definitiva, la actitud prudencial consiste en una protección y
fomento de las capacidades creativas que nos permitirán el ajuste
futuro a condiciones que no podemos prever.
Así, la prudencia aristotélica en nuestros días se concreta en la
máxima peirceana de no bloquear la investigación y en el principio
de responsabilidad de Jonas.
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Y estas posiciones de autores contemporáneos salen reforzadas si se
entienden dentro del marco de una ontología aristotélica.
La actitud prudencial es fundamentalmente la misma en ciencia y en
otros ámbitos de la vida. Se trata, básicamente, de proteger la
apertura de la acción humana en el futuro, pues sabemos que habrá
de enfrentarse a un mundo (socio-natural) cuyo futuro también está
abierto. Tras el recorrido por la prudencia aristotélica, podríamos
concretar ahora el principio de precaución como un principio de
protección de la apertura de la acción humana.
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