EL
PAÍS, domingo 18 de abril de 2010
OPINIÓN,
PÁG. 39
Torear
y otras maldades
PIEDRA
DE TOQUE. La
fiesta de los toros representa una forma de alimento espiritual y
emotivo tan intenso y enriquecedor como un concierto de Beethoven,
una comedia de Shakespeare o un poema de Vallejo.
Por
MARIO
VARGAS LLOSA
El
intento de prohibir las corridas de toros en Cataluña ha repercutido
en medio mundo y, a mí, me ha tenido polemizando en las últimas
semanas en tres países en defensa de la fiesta ante enfurecidos
detractores de la tauromaquia. La discusión más encendida tuvo
lugar en la noche de Santo Domingo —una de esas noches estrelladas,
de suave brisa, que desagravian al viajero de la canícula del día—,
en el corazón de la Ciudad Colonial, en la terraza de un restaurante
desde la que no se veía el vecino mar, pero sí se lo oía.
Alguien
tocó el tema y la señora que presidía la mesa y que, hasta
entonces, parecía un modelo de gentileza, inteligencia y cultura, se
transformó. Temblando de indignación, comenzó a despotricar contra
quienes gozan en ese indecible espectáculo de puro salvajismo, la
tortura y agonía de un pobre animal, supervivencia de atrocidades
como las que enardecían a las multitudes en los circos romanos y las
plazas medievales donde se quemaba a los herejes. Cuando yo le
aseguré que la delicada langosta de la que ella estaba dando cuenta
en esos mismos momentos y con evidente fruición había sido víctima,
antes de llegar a su plato y a sus papilas gustativas, de un
tratamiento infinitamente más cruel que un toro de lidia en una
plaza y sin tener la más mínima posibilidad de desquitarse
clavándole un picotazo al perverso cocinero, creí que la dama me
iba a abofetear. Pero la buena crianza prevaleció sobre su ira y me
pidió pruebas y explicaciones.
Escuchó,
con una sonrisita aniquiladora flotándole por los labios, que las
langostas en particular, y los crustáceos en general, son
zambullidos vivos en el agua hirviente, donde se van abrasando a
fuego lento porque, al parecer, padeciendo este suplicio su carne se
vuelve más sabrosa gracias al miedo y el dolor que experimentan.
Y,
sin darle tiempo a replicar, añadí que probablemente el cangrejo,
que otro de los comensales de nuestra mesa degustaba feliz, había
sido primero mutilado de una de sus pinzas y devuelto al mar para que
la sobrante le creciera elefantiásicamente y de este modo aplacara
mejor el apetito de los aficionados a semejante manjar. Jugándome la
vida —porque los ojos de la dama en cuestión a estas alturas
delataban intenciones homicidas— añadí unos cuantos ejemplos más
de los indescriptibles suplicios a que son sometidos
infinidad
de animales terrestres, aéreos, fluviales y marítimos para
satisfacer las fantasías golosas, indumentarias o frívolas de los
seres humanos. Y rematé preguntándole si ella, consecuente con sus
principios, estaría dispuesta a votar a favor de una ley que
prohibiera para siempre la caza, la pesca y toda forma de utilización
del reino animal que implicara sufrimiento.
Es
decir, a bregar por una humanidad vegetariana, frutariana y
clorofílica.
Su
previsible respuesta fue que una cosa era matar animales para
comérselos y así poder sustentarse y vivir, un derecho natural y
divino, y otra muy distinta matarlos por puro sadismo. Inquirí si
por casualidad había visto una corrida de toros en su vida. Por
supuesto que no y que tampoco las vería jamás aunque le pagaran una
fortuna por hacerlo. Le dije que le creía y que estaba seguro que ni
yo ni aficionado alguno a la fiesta de los toros obligaría jamás ni
a ella ni a nadie a ir a una corrida. Y que lo único que nosotros
pedíamos era una forma de reciprocidad: que nos dejaran a nosotros
decidir si queríamos ir a los toros o
no, en ejercicio de la misma libertad
que ella ponía en práctica comiéndose langostas asadas
vivas o cangrejos mutilados o vistiendo abrigos de chinchilla o
zapatos de cocodrilo o collares de alas de mariposa.
Que,
para quien goza con una extraordinaria faena, los toros representan
una forma de alimento espiritual y emotivo tan intenso y enriquecedor
como un concierto de Beethoven, una comedia de Shakespeare o un poema
de Vallejo. Que, para saber que esto era cierto, no era indispensable
asistir a una corrida. Bastaba con leer los poemas y los textos que
los toros y los toreros habían inspirado a grandes poetas, como
Lorca y Alberti, y ver los cuadros en que pintores como Goya o
Picasso habían inmortalizado el arte del toreo, para advertir que
para muchas, muchísimas personas, la fiesta de los toros es algo más
complejo y sutil que un deporte, un espectáculo que tiene algo de
danza y de pintura, de teatro y poesía en el que la valentía, la
destreza, la intuición, la gracia, la elegancia y la cercanía de la
muerte se combinan para representar la condición humana.
Nadie
puede negar que la corrida de toros sea una fiesta cruel. Pero no lo
es menos que otras infinitas actividades y acciones humanas para con
los animales, y es una gran hipocresía concentrarse en aquella y
olvidarse o empeñarse en no ver a estas últimas. Quienes quieren
prohibir la tauromaquia, en muchos casos, y es ahora el de Cataluña,
suelen hacerlo por razones que tienen que ver más con la ideología
y la política que con el amor a los animales.
Si
amaran de veras al toro bravo, al toro de lidia, no pretenderían
prohibir los toros, pues la prohibición de la fiesta significaría,
pura y simplemente, su desaparición.
El
toro de lidia existe gracias a la fiesta y sin ella se extinguiría.
El toro bravo está constitutivamente formado para embestir y matar y
quienes se enfrentan a él en una plaza no sólo lo saben, muchas
veces lo experimentan en carne propia.
Por
otra parte, el toro de lidia, probablemente, entre la miríada de
animales que pueblan el planeta, es hasta el momento de entrar en la
plaza, el animal más cuidado y mejor tratado de la creación, como
han comprobado todos quienes se han tomado el trabajo de visitar un
campo de crianza de toros bravos.
Pero
todas estas razones valen poco, o no valen nada, ante quienes, de
entrada, proclaman su rechazo y condena de una fiesta donde corre la
sangre y está presente la muerte. Es su derecho, por supuesto. Y lo
es, también, el de hacer todas las campañas habidas y por haber
para convencer a la gente de que desista de asistir a las corridas de
modo que éstas, por ausentismo, vayan languideciendo hasta
desaparecer. Podría ocurrir. Yo creo que sería una gran pérdida
para el arte, la tradición y la cultura en la que nací, pero, si
ocurre de esta manera —la manera más democrática, la de la libre
elección de los ciudadanos que votan en contra de la fiesta dejando
de ir a las corridas— habría que aceptarlo.
Lo
que no es tolerable es la prohibición, algo que me parece tan
abusivo y tan hipócrita como sería prohibir comer langostas o
camarones con el argumento de que no se debe hacer sufrir a los
crustáceos (pero sí a los cerdos, a los gansos y a los pavos). La
restricción de la libertad que ello implica, la imposición
autoritaria en el dominio del gusto y la afición, es algo que socava
un fundamento esencial de la vida democrática: el de la libre
elección.
La
fiesta de los toros no es un quehacer excéntrico y extravagante,
marginal al grueso de la sociedad, practicado por minorías ínfimas.
En países como España, México, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú,
Bolivia y el sur de Francia, es una antigua tradición profundamente
arraigada en la cultura, una seña de identidad que ha marcado de
manera indeleble el arte, la literatura, las costumbres, el folclore,
y no puede ser desarraigada de manera prepotente y demagógica, por
razones políticas de corto horizonte, sin lesionar profundamente los
alcances de la libertad, principio rector de la cultura democrática.
Prohibir
las corridas, además de un agravio a la libertad, es también jugar
a las mentiras, negarse a ver a cara descubierta aquella verdad que
es inseparable de la condición humana: que la muerte ronda a la vida
y termina siempre por derrotarla.
Que,
en nuestra condición, ambas están siempre enfrascadas en una lucha
permanente y que la crueldad —lo que los creyentes llaman el pecado
o el mal— forma parte de ella, pero que, aun así, la vida es y
puede ser hermosa, creativa, intensa y trascendente. Prohibir los
toros no disminuirá en lo más mínimo esta verdad y, además de
destruir una de las más audaces y vistosas manifestaciones de la
creatividad humana, reorientará la violencia empozada en nuestra
condición hacia formas más crudas y vulgares, y acaso nuestro
prójimo. En efecto, ¿para qué encarnizarse contra los toros si es
mucho más excitante hacerlo con los bípedos de carne y hueso que,
además, chillan cuando sufren y
no suelen tener cuernos?
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Mario Vargas Llosa, 2010.
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