El
triunfo de la compasión
El
mundo está lleno de salvajadas contra humanos y no humanos, pero
este hecho lamentable no justifica la tauromaquia. La tradición
tampoco puede utilizarse como justificación ética de una práctica
cruel.
JESÚS
MOSTERÍN EL PAÍS 09/05/2010. TRIBUNA.
La
compasión es la emoción desagradable que sentimos cuando nos
ponemos imaginativamente en el lugar de otro que padece, y padecemos
con él, lo compadecemos.
Hemos
empezado a entender el mecanismo de la compasión gracias a Giacomo
Rizzolatti, descubridor de las neuronas espejo, que se disparan en
nuestro cerebro tanto cuando hacemos o sentimos ciertas cosas como
cuando vemos que otro las hace o siente. Las neuronas espejo de la
ínsula se disparan y producen en nosotros una sensación penosa
cuando vemos a otro sufriendo. Esta capacidad puede ejercitarse y
afinarse o, al contrario, embotarse por falta de uso.
Todas
las costumbres abominables, injustas o crueles son tradicionales allí
donde se
practican
El
Chile admirado por Vargas Llosa prohibió las corridas hace dos
siglos, a la par que la
esclavitud
Los
pensadores de la Ilustración, desde Adam Smith hasta Jeremy Bentham,
pusieron la compasión en el centro de sus preocupaciones. David Hume
pensaba que la compasión es la emoción moral fundamental (junto al
amor por uno mismo). Charles Darwin consideraba la compasión la más
noble de nuestras virtudes. Opuesto a la esclavitud y horrorizado por
la crueldad de los fueguinos de la Patagonia con los extraños,
introdujo su idea del círculo en expansión de la compasión para
explicar el progreso moral de la humanidad. Los hombres más
primitivos sólo se compadecían de sus amigos y parientes; luego
este sentimiento se iría extendiendo a otros grupos, naciones, razas
y especies. Darwin pensaba que el círculo de la compasión seguirá
extendiéndose hasta que llegue a su lógica conclusión, es decir,
hasta que abarque a todas las criaturas capaces de sufrir.
El
pensamiento indio, y en especial el budismo y el jainismo, consideran
que la ahimsa (la
no-violencia,
la no-crueldad, la compasión frente a todas las criaturas sensibles)
es el principio central de la ética. En contraste con el silencio de
la jerarquía católica, el Dalai Lama ha reclamado públicamente la
abolición de las corridas de toros. Al rey Juan Carlos,
ya
desprestigiado por sus continuas cacerías, no se le ocurre otra cosa
que salir ahora en
defensa
de la tauromaquia. Más le valdría identificarse con su antecesor
ilustrado Carlos III, que prohibió las corridas de toros, que con el
cutre y absolutista Fernando VII, que las promovió.
El
conocimiento facilita la empatía. Como decía Francis Crick (el
descubridor de la doble hélice), los únicos autores que dudan del
dolor de los perros son los que no tienen perro.
Muchos
españoles no dudan del dolor de los perros ni de los toros. Cuando
un degenerado cortó con una sierra eléctrica las patas de los
perros de la perrera de Tarragona y los dejó desangrarse hasta la
muerte, más de medio millón de españoles estamparon su firma en
una petición al Congreso exigiendo la introducción del maltrato
animal en el Código Penal.
En
Cataluña todas las encuestas indican una gran mayoría a favor de la
abolición de la tauromaquia, solicitada al Parlamento catalán por
más de 200.000 firmas. Yo conozco a varios firmantes de la petición;
todos lo hicieron por compasión, ninguno por nacionalismo.
Los
defensores de la tauromaquia siempre repiten los mismos argumentos a
favor de la crueldad; si se tomaran en serio, justificarían también
la tortura de los seres humanos. Ya sé que los toros no son lo mismo
que los hombres, pero la corrección lógica de las argumentaciones
depende exclusivamente de su forma, no de su contenido. En eso
consiste el carácter formal de la lógica. Si aceptamos un argumento
como correcto, tenemos que aceptar como igualmente correcto cualquier
otro que tenga la misma forma lógica, aunque ambos traten de cosas
muy diferentes. A la inversa, si rechazamos un argumento por
incorrecto, también debemos rechazar cualquier otro con la misma
forma. Incluso escritores insignes como Fernando Savater y Mario
Vargas Llosa, en sus recientes apologías de la tauromaquia
publicadas en este diario, no han logrado formular un solo argumento
que se tenga en pie, pues aceptan y rechazan a la vez razonamientos
con idéntica forma lógica por el mero hecho de que sus conclusiones
se refieran en un caso a toros y en otro a seres humanos.
Ambos
autores insisten en el argumento inválido de que también hay otros
casos de crueldad
con los animales, lo que justificaría la tauromaquia. Savater nos
ofrece una larga lista
de maltratos a los animales, remontándose nada menos que al
sufrimiento infligido por Aníbal a sus elefantes cuando los hizo
atravesar los Alpes. En efecto, debieron de sufrir mucho, pero no más
que los soldados, la mayoría de los cuales no lograron sobrevivir a
la aventura italiana del caudillo cartaginés. Si esto fuese una
justificación del maltrato animal, también lo sería del maltrato
humano y de la agresión militar. Vargas Llosa pone el ejemplo de la
langosta arrojada viva al agua hirviente para dar más gusto a
ciertos gourmets. Esto justificaría las corridas, pues también las
langostas sufren. También es cruel la obtención del foie-gras de
ganso torturado, pero por eso mismo el foie-gras ya ha sido prohibido
en varios Estados de EE UU y en varios países de la UE. En cualquier
caso, sabemos que los toros sienten dolor como nosotros, pues el
sistema límbico y las partes del cerebro involucradas en el dolor
son muy parecidos en todos los mamíferos. El neurólogo José
Rodríguez Delgado hizo sus famosos experimentos para localizar los
centros del placer y el dolor en el cerebro de toros y hombres y no
encontró diferencias apreciables. Desde luego, el mundo está lleno
de salvajadas y crueldades contra los animales humanos y no humanos,
pero este hecho lamentable no justifica nada.
Se
aduce que la tauromaquia forma parte de la tradición española, como
si lo tradicional fuera una justificación ética, lo que obviamente
no es. Todas las costumbres abominables, injustas
o crueles son tradicionales allí donde se practican. Vargas Llosa
siempre ha polemizado contra la corrupción y la dictadura en América
Latina, pero ambas son desgraciadamente tradicionales en muchos de
esos países. También ha puesto a Chile como ejemplo a seguir por
los demás países sudamericanos. Pero Chile prohibió las corridas
de toros hace ya dos siglos, el mismo día y por el mismo decreto que
abolió la esclavitud.
Antes
los caballos salían a la plaza de toros sin protección alguna y
durante la suerte de varas casi siempre acababan destripados y con
los intestinos por el suelo. Por otro lado, como los toros no querían
combatir y huían, les introducían en el cuerpo banderillas de fuego
(petardos que estallaban en su interior y desgarraban sus carnes), a
ver si así, enloquecidos de dolor, se decidían a embestir. En 1928
al general Primo de Rivera se le ocurrió invitar a una elegante dama
parisina, hermana de un ministro francés, a una corrida de toros en
Aranjuez. Cuando la dama empezó a ver la sangre brotar a borbotones,
los intestinos de los caballos caer a su lado y los petardos estallar
dentro de los toros, casi le dio un patatús de tanta repugnancia e
indignación como le produjo el espectáculo. El general,
avergonzado, ordenó al día siguiente que se cambiase el reglamento
taurino, suprimiendo los aspectos que más pudieran escandalizar a
los extranjeros, a quienes se suponía una sensibilidad menos
embotada que a los aficionados locales.
Los
toros pertenecen a la misma especie que las vacas lecheras, aunque no
hayan sido tan modificados por selección artificial. Son herbívoros
y rumiantes, especialistas en la huida, no en el combate, aunque en
la corrida se los obligue a defenderse a cornadas. Los taurinos dicen
que la tauromaquia es la única manera de conservar los toros
"bravos". Pero hay una solución mejor: transformar las
dehesas en que se crían (a veces de gran valor ecológico) en
reservas naturales. Algunos añaden que, puesto que no se ha
maltratado a los toros con anterioridad, hay que torturarlos
atrozmente antes de morir. ¿Aceptarían estos taurinos que a ellos
se les aplicase el mismo razonamiento?
Los
amigos de la libertad nunca hemos pretendido que no se pueda prohibir
nada. Aunque pensamos que nadie debe inmiscuirse en las interacciones
voluntarias entre adultos, admitimos y propugnamos la prohibición de
cualquier tipo de tortura y de crueldad
innecesaria.
Si aquí y ahora hablamos de la tauromaquia, no es porque sea la
única o la peor forma de crueldad, sino porque su abolición ya está
sometida a debate legislativo en
Cataluña.
Si allí se consigue, el debate se trasladará al resto de España y
a los otros países implicados. No sabemos cuándo acabará esta
discusión, pero sí cómo acabará. A la larga, la crueldad es
indefendible. Todos los buenos argumentos y todos los buenos
sentimientos apuntan al triunfo de la compasión.
Jesús
Mosterín es catedrático de Filosofía
en la Universidad de Barcelona.
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