Los
cuatro entornos del procomún
Antonio
Lafuente
Bastan
unos minutos para entender la inmensa complejidad que tiene la noción
de procomún.
Disponemos de muchas definiciones aceptables, aunque las más
frecuentes bordean
de una u otra manera el problema de la propiedad y la teoría del
valor. Cuando decimos
que pertenece al procomún todo cuanto es de todos y de nadie a mismo
tiempo estamos pensando en un bien sacado del mercado y que, en consecuencia, no se
rige por sus
reglas. Los procomunes no son asimilables a la noción de mercancía.
Eso es lo que pasa
también con el patrimonio, conformado por todos esos bienes
(cuadros, libros, restos
arqueológicos, y también rocas o plantas) que preservamos en los
museos, las bibliotecas
o los jardines botánicos.
Pero
hay muchos bienes que no caben en un edificio y a los que también
hay que otorgar
la condición de bien patrimonial, lo que equivale a definir jurídica
y técnicamente sus
bordes para poder protegerlos contra las prácticas abusivas,
incluidas todas las formas
de apropiación del bien para convertirlo en simple recurso. Estamos
ahora aludiendo
a los lugares de la memoria (el yacimiento de Atapuerca, el oratorio
de San Felipe
en Cádiz o el campo de concentración de Auschwitz), pero también a
los ríos, el folclore
o los pájaros; es decir, bienes que ni siquiera tiene la condición
de nacionales o, en
otros términos, que ningún estado puede legislar en exclusiva sobre
su naturaleza y preservación.
Y siguiendo por esta línea llegamos a un inmenso paisaje que nos
muestra la
extrema diversidad de bienes sobre los que se asienta la posibilidad
misma de una vida vivible
y, entre ellos, sólo mencionaremos una cuantos para no convertir
este texto en un aburrido
catálogo de términos más o menos abstractos. Basta con mencionar
el aire, la luz
del Sol, la biodiversidad, el genoma, el ciclo de los nutrientes y
espacio exterior. A los bienes
naturales, tenemos que añadir un sinfín de bienes culturales como
la ciencia, la democracia,
la paz, la red internacional de alerta contra epidemias, la
estabilidad financiera
internacional, el conocimiento primitivo, el sistema de donación de
órganos, las semillas
o la gastronomía. Nada hemos dicho todavía del nuevo ámbito de
actividad humana
que se ensancha por Internet, basado en el espectacular desarrollo de
las tecnologías
de la información y las comunicaciones, pero inimaginable sin la
proliferaciónde
innovaciones que los propios usuarios han introducido. Ningún
ejemplo es más claro para
explicar cómo las tecnologías y las comunidades se coproducen de
una forma tan sutil
y profunda que el esfuerzo de distinguir entre los aspectos técnicos
y los sociales
sólo
conduce a la melancolía.
No
vamos, sin embargo, a continuar esta línea argumental. Lo que aquí
nos interesa es
subrayar cómo hemos ido apartándonos de la noción de propiedad
para adentrarnos en
la de comunidad. Y es que es imposible evitar lo que es obvio: el
procomún, los bienes comunes los commons,
en inglés- sostienen y son sostenidos por colectivos humanos. Y, así,
salimos de la economía y nos metemos en la antropología. La
definición anterior de procomún
es claramente insuficiente. De la ética de los valores hemos de
transitar a la de las
capacidades si queremos entender cómo es la dinámica de producción
del procomún, pues
un bien común no es más que una estrategia exitosa de construcción
de capacidades
para un colectivo humano. A nadie sorprenderá entonces que estemos hablando
de bienes compartidos cuya circulación está regulada por la
economía del don (Benkler,
2006).
Al
hablar de la polinización de las plantas como un bien común, se
plantea el interrogante
de si podría ser de otra manera. Nadie piensa en la órbita del
planeta Tierra hasta
que alguien disponga de la tecnología para modificarla y, entonces
habrá que declararla
un bien común. ¿Y la sensibilidad? Nos referimos a la capacidad
para experimentar
gozo ante un cuadro y un paisaje o dolor delante de la enfermedad o desgracia
ajena. Si nos creemos que la polinización es un fenómeno natural
comparable, por
ejemplo, a las leyes de la gravitación universal o que los
principios electrobioquímicos que
regulan la miriada de interacciones neuronales son autónomas y no
reprogramables, entonces
podemos estar muy equivocados. Las nuevas tecnologías pueden
alterar, directa
o indirectamente, el sistema de orientación de las abejas o el
funcionamiento del cerebro
humano, al extremo de que lleguemos a considerar que está en peligro
un bien que
creíamos inagotable o inapropiable, como está pasando con el aire,
las matemáticas, las
calles o el folclore. Hay, en efecto, una profunda relación entre
nuevas tecnologías y nuevos
patrimonios, pues todos los días aparecen nuevas posibilidades de
cercar o de abusar
de un bien que sólo comenzamos a valorar cuando empieza a estar
amenazado.
Si
una empresa puede usar los mares o la atmósfera para echar la basura
que produce y ahorrase
los costes de una producción no contaminante o alguien descubre la
manera de modificar
los genes de alguna especie y patentar nuevas formas de vida, la
humanidad en su
conjunto tiene el derecho a sentirse amenazada y a reclamar la
condición de procomún para
el aire que respiramos y el genoma que la bioquímica, el tiempo y el
azar nos han legado.
Las comunidades que crean y son creadas por los nuevos procomunes son entonces
comunidades de afectados que se movilizan para no renunciar a las capacidades
que permitían a sus integrantes el pleno ejercicio de su condición
de ciudadanos
o, incluso, de seres vivos. Si la ética de los valores nos ayuda a
entender los movimientos
que están conduciendo a la formación de un tercer sector de la
economía y del
conocimiento distinto a los tradicionales privado y público, la
ética de las capacidades nos
permite avanzar en comprensión de cuáles son las políticas y las
acciones a emprender
(Sen, 1998; Nussbaum, 2007; Cortina, 2002).
Sería
injusto no reconocer el papel del estado moderno, incluso en países
con graves
déficit democráticos, en la defensa de ciertos bienes que, como la
salud, la educación
y la justicia, son vertebrales en nuestra concepción de la política
y el bienestar social.
El sector público ha sido, en muchas casos, motor de la equidad y la
libertad, actuando
en defensa de los débiles, los trabajadores y los consumidores, por
no mencionar
su intervención en favor del medio ambiente y los derechos humanos.
Negar, sin
embargo, su implicación en las actividades más mezquinas y
devastadoras, sería absurdo.
Cuando vemos sus muchos titubeos y hasta dejación de
responsabilidades en ámbitos
como la paz, la alimentación, la biodiversidad o el conocimiento, no
tenemos más
remedio que admitir su incapacidad para resistir la presión de las
grandes corporaciones
industriales o financieras (Ostrom et al., 2002). Ya es redundante
hablar de gobernanza,
lo que no sólo implica ensanchar los ámbitos de la democracia, sino
también un
reconocimiento del fracaso de la tecnocracia en la gestión del
mundo. Sin la presión de ese
tercer sector que conforma el caleidoscopio de las ONG y los
movimientos
ciudadanos
no habría freno para la barbarie manifiesta del capitalismo global
(Bollier,
2002;
Stiglitz, 2006; Barnes, 2003).
La
constitución de este tercer sector como una especie de coalición de
comunidades de
afectados empoderadas choca de plano con la dificultad para reunir y
visualizar el procomún.
Y es que se trata, como hemos intentado mostrar, de un objeto extremadamente
diverso, tanto si pensamos en las distintas escalas donde puede emerger
(barrial, local, nacional, regional o global), como si nos detenemos
a considerar la
pluralidad de formas de gestionarlo, de actores involucrados, de
regímenes jurídicos afectados
o de tecnologías necesarias para sostenerlo. Admitiendo que
semejante diversidad
no debe ser vista como un problema sino, por el contrario, como un
rasgo característico
de la cornucopia que representan los bienes comunes, no queremos renunciar
al intento de ofrecer una imagen que nos los muestre como un colorido
tapiz de retales,
un mosaico que exhiba y sostenga la abundancia, variedad y
heterogeneidad que caracteriza
el procomún.
Los
cuatro entornos
Para
la construcción del tapiz nos hemos inspirado en la noción de
entorno que propusiera
hace unos años Javier Echeverría para inscribir lo humano el mundo
de las TIC,
entendido como un sistema técnico que, además de ensamblar una
constelación de tecnologías, conforma un sistema social en el que tenemos que aprender a
adaptarnos (Echeverría,
1999). Y ciertamente este llamado tercer entorno, una propiedad
emergente del
sistema de las TIC, ha adquirido una presencia tan decisiva en
nuestra vidas que merece
un tratamiento antropológico comparable al que han recibido las
otras dos grandes
adaptaciones humanas en la historia: la que le ha permitido
desarrollarse como ente
conectado al territorio (el medioambiente) y la que lo convirtió en
un ente conectado a
otras personas (la ciudad). El entorno digital adquiere así la misma
relevancia antropológica,
económica, y política que los historiadores y filósofos asignan el
entorno natural
y al urbano.
Hay
un cuarto entorno que aquí quisiéramos sugerir como imprescindible
para entender
el despliegue de lo humano en el tiempo: el cuerpo, un ámbito
irreductible a las leyes
de la naturaleza o de la moral, y siempre resistente a los muchos
intentos de convertirlo
en una abstracción teológica, jurídica, médica, estadística o,
genéricamente, biopolítica.
El cuerpo no sólo es una maquinaria única capaz de procesar
ingentes cantidades
de información, ya sea que digiera alimentos, ya sea que capture luz
o sonido exterior,
por no mencionar todas las formas de extraer, modificar, almacenar,
transportar y exhudar
datos y estructuras, lo mismo da que hablemos de la bioquímica del
agua contaminada,
que de los procesos de fecundación y desarrollo de un embrión, sin
olvidar, claro
está, todo cuanto tiene que ver con el habla, las herramientas y las
redes que fabrica y
por las que he fabricado. El cuerpo enfermo y el cuerpo gozoso no son
naturaleza, ni tampoco
cultura, sino otro entorno al que remitir y en donde contrastar lo
que (nos) pasa.
El
cuerpo, en definitiva, es el sensor que alerta de la existencia de
sustancias contaminantes
u otras amenazas para su integridad, sin ser una máquina que
responda en
todos los humanos de forma homogénea ni unánime, aún cuando
estemos hablando de
cuerpos extendidos o mediados por la tecnología (Ihde, 2004). Su
especificidad es un escándalo,
un lugar estratégico abierto a las contingencias, resistente a las formalizaciones
y siempre amenazado por las múltiples normas, prohibiciones,
discursos que
intentan contener su realidad inabarcable, que tratan de
descorporeizarlo (disembodiment)
(Val, 2006).
Si
la vida se ha desplegado en los cuatro entornos mencionados, también
será necesario
defender en cada uno un conjunto de bienes comunes que garanticen su sostenimiento
dentro de unos márgenes mínimos de dignidad y libertad.
Cuerpo
Los
procomunes del cuerpo tiene que ver con el hecho de que en términos
históricos nunca
tuvo un propietario claro y siempre estuvo y sigue estando amenazado.
Eso de que cada
uno es dueño de su cuerpo es una idea o un derecho muy reciente. No
sólo nos estamos
refiriendo al largo recorrido de la esclavitud o a la multiplicidad
de discursos que quieren
someter su individualidad a los intereses de una comunidad religiosa,
política o natural
(étnica, médica o genética), sino también a la posibilidad
cercana de que pueda manipularse
nuestra sensibilidad u organizar un mercado floreciente con las
partes separadas
del cuerpo (embriones, tejidos u órganos).
Más
aún, los datos clínicos o genéticos que resultan de las pruebas a
las que somos sometidos
cuando acudimos a un hospital, pertenecen en exclusiva, al igual que
los órganos,
al cuerpo de origen. Y, si por el motivo que sea, han de ser
desagregados o separados,
entonces debieran integrar el procomún.
Medioambiente
Este
es el entorno más obvio, pero que sea fácil admitir nuestra extrema dependencia
del medioambiente, no significa que los acuerdos para gestionarlo
lleguen más
deprisa. Las fuertes polémicas que seguimos manteniendo sobre el
impacto de los residuos
radioactivos o las emisiones crecientes de gases de efecto
invernadero dan cuenta
del largo camino que nos queda por recorrer, como también de la
incapacidad de las
instituciones públicas para buscar equilibrios tan necesarios como
urgentes.
Cuando
hablamos del clima, las selvas, el espacio exterior o la fotosíntesis percibimos
la profunda dependencia que estos procomunes mantiene respecto de las nuevas
tecnologías. Es difícil no ver la ciencia como el más poderoso
mecanismo de fragmentación, modularización y, sin solución de continuidad, mercantilización y privatización
de la naturaleza (Ridgeway, 2004).
A tal extremo, que muchos bienes que se consideraban
inagotables han comenzado a estar amenazados y ser sustraibles (subtractability),
es decir agotables y, lo peor es que como explicó Ostrom (1999), siempre
es extremadamente costoso restringir el libre acceso/uso a los
abusones (polizontes,
free-riders).
Hoy
que es tan fácil citar negocios que incorporan altas dosis de
conocimiento científico,
no necesitamos extendernos sobre la importancia que tienen las
patentes (principal
mecanismo de declarar excluible un bien) en el desarrollo
espectacular de la industria
de las prótesis (químicas, genéticas, electrónicas o mecánicas)
y la producción de
quimeras en el ámbito de la vida humana y no humana. Por supuesto
que la discusión sobre
lo que puede o no puede ser patentado es importante, aún cuando aquí
sólo queremos
recordar que el procomún, los bienes comunes, no son un hecho
objetivo, sino fruto
de una decisión política necesariamente conectada a las tecnologías
circulantes.
Ciudad
La
adaptación a la urbe constituye la construcción de una segunda
naturaleza que se
escala en las diferentes formas de vida social, desde las más
primitivas y reducidas (clanes
y comunas) hasta las más abstractas y gigantescas (megalopolis y
naciones). La naturaleza
de la que hablamos es simbólica y se hace con todos los flujos de
personas, palabras
y mercancías que recorren las redes que sostiene la vida en común.
Incluye las calles
de nuestras ciudades, pero también las fiestas, las leyes, las
semillas y el conocimiento,
bienes que han sido producidos por la humanidad a lo largo del tiempo
y que
no pueden ser privatizados.
Vivir
en sociedad ha dado origen a un sinfín de formas de organización
que pueden describirse
mediante un cuadro que muestre las jerarquías, dependencias y
funciones de
cada
una de las partes que las conforman. Cuando se tiene a la vista el
organigrama se
puede
ver la estructura maquínica de la vida humana, es decir, los
automatismos con los
que
contamos para que las cosas funcionen. Pero hay algo que no puede
captar un
diagrama
de flujos y que tiene que ver con las interacciones entre la gente,
al margen de
las
que se dan entre actores humanos y no humanos. Esta parte informal de
las relaciones,
proliferativa y cotidiana, de baja intensidad y mucha densidad
(Delgado, 2007), y
que es esencial para que las cosas funcionen debería ser puesta en
valor y considerada como
un bien común construido entre todos que, en consecuencia, no
pertenece a los jefes,
ni a comité alguno de representantes. Desde luego no funciona como
una instancia de
poder (que siempre pueden ser captadas e integradas al cuadro) sino
como el ámbito de
lo común, de la capacidad común (Rancière, 2006).
Digital
La
irrupción del movimiento que condujo al software libre y al
copyleft,
como también
a
la defensa de los estándares y los protocolos abiertos sigue siendo
el motor de Internet
o,
en otros términos, la vis que mantiene el proyecto de una red
concebida como un
ámbito
de libertades y no sólo un inmenso mercado. Pero es que además
habiéndose
reducido
a prácticamente cero los costes de edición, copia, reproducción y
transmisión de
datos,
el mundo del conocimiento y de la creación han sido sacudidos por
profundos
cambios
que van a transformar para siempre la relación
profesionales/aficionados,
productores/consumidores
y autores/públicos.
Las
duras batallas por los derechos de propiedad intelectual o de
patentes que están permitiendo
que un sector pequeño de la población se apropie de lo que hasta
ahora era considerado
fruto de una creación colectiva e histórica, hace evidente la
existencia entre los
intelectuales y artistas de profundos movimientos resistencialistas
frente a las nuevas tecnologías, así como la necesidad de abrir un debate sobre qué ámbitos de la
cultura se
pueden
o no privatizar y qué nuevas prácticas de sociabilidad en red se
pueden o no
criminalizar.
Las
anteriores consideraciones han sido elaboradas después de haber
tomado la
decisión
de producir una imagen capaz de contener el procomún en su conjunto.
Y,
desde
luego, el cuadro que presentamos aspira a mostrar de un golpe de
vista la
extraordinaria
complejidad que tiene la trama que forman los bienes comunes.
Fabricar
una
imagen, lo sabemos, no es una operación sin mucho riesgo e implica,
al menos, dos
decisiones
delicadas: primero, asumir que el procomún puede hacerse visible
como un
ente
externo y abstracto, al margen de las comunidades y los conflictos en
los que está
envuelto;
segundo, ensanchar la naturaleza profundamente tecnológica del
procomún,
pues
compartir una imagen de algo requiere una cadena de movilizaciones
que incluyen
procesos
de fragmentación, modularización, simulación e inscripción en uno
o varios
media.
Y sí, lo hacemos para dar nueva legitimidad a la reclamaciones sobre
el
procomún,
sin ocultar la extremada complejidad de actores implicados. No en
vano
conocer
algo siempre fue una operación que tiene mucho que ver con iluminar,
desvelar,
descubrir
y, en definitiva, mostrar. En el régimen escópico característico
del conocimiento
en
la modernidad sólo puede ser creíble lo que sea visible.
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