DESPACIO, DESPACIO
20 razones para ir más lentos por la vida
María Novo
Presentación:
POR QUÉ HABLAR DE LENTITUD
Quienes andamos a vueltas con el oficio de escribir sabemos bien que no somos nosotros los que construimos los libros, sino que son ellos los que nos llaman, los que «se dejan contar», anticipando o sugiriendo ideas y palabras que, por momentos, nos sorprenden.
Recientemente he vivido una experiencia así: la de un libro que ya estaba en mi cabeza, que se iba narrando solo, con el único requisito de concederle tiempo y tranquilidad.
Un texto que nacía no sólo de mis reflexiones e inquietudes personales, sino también de haber escuchado mucho a gente que está cambiando, de haber podido contemplar experiencias innovadoras..., todo ello en la dirección de una nueva cultura del tiempo que pone su acento en la lentitud.
Tengo la suerte de que unos cuantos colegas y amigos in- tentan caminar en esta dirección: evitar el estrés, desacelerarse, cuidar los impactos de su vida diaria sobre la naturaleza...
Aunando nuestras experiencias en el marco del proyecto ECOARTE (www.ecoarte.org) creamos hace años un grupo para ir creciendo juntos en el uso apropiado del tiempo, para darnos ánimos en la aventura de cambiar. De ello hablo con más detalle en las páginas finales, pero quiero dejar constancia de que, sin haber recorrido este camino, sería imposible entender que, en estos momentos, yo esté escribiendo y planteando, no sólo a los
demás, sino a mí misma, la posibilidad de un cambio.
¿Por qué, aquí y ahora, hablar de lentitud?
¿Es esto razonable? ¿Genera armonía una situación así?
En las páginas que siguen ofrezco mis consideraciones al respecto y también algunas experiencias concretas de personas, grupos, ciudades y organizaciones que han comenzado a cambiar, que han puesto una marcha corta y una velocidad adecuada en sus vidas. Ellos y ellas nos demuestran que la felicidad es también un asunto de tiempo, de cómo gestionamos los días y las horas, ese tesoro que no es posible acumular y que se consume diariamente sin remedio.
Estamos hechos de tiempo. Como dice Caballero Bonald, «somos el tiempo que nos queda». Pero no hay que olvidar que el tiempo es cambio y la forma en que lo utilizamos es un indicador de nuestra capacidad para evolucionar y responder a los cambios del entorno. No aceptarlos es como querer parar el tiempo, algo imposible. Asumirlos, entenderlos como
oportunidades, nos permite reconducirlos en la dirección adecuada. No estaría mal que en nuestras escuelas se enseñase algo sobre estas cuestiones, se educase la percepción y la
sensibilidad acerca de cómo usar el tiempo para gestionar las inevitables transformaciones de nuestras vidas.
En el modo de vida que llevamos, lo más usual es que no valoremos nuestro tiempo más que al enfermar, al hacernos viejos, o si sufrimos una tragedia vital. Entonces comenzamos a desear de
otra manera y lo verdaderamente importante aparece con toda su nitidez. En esos momentos, generalmente tarde, es cuando sabemos con certeza qué queremos hacer con nuestro tiempo.
El problema de los ritmos rápidos, de la aceleración, es típicamente un problema ligado a nuestro estilo de vida y al despilfarro. Despilfarramos comida, energía, agua... ¿por qué no también el tiempo? Por ello, se impone reflexionar sobre este tema sabiendo que se inscribe en un marco más amplio: el de la búsqueda de un verdadero bienestar colectivo
que se asiente en el equilibrio ecológico y la equidad social.
Comenzar por los asuntos temporales de la vida diaria no nos garantiza los resultados, pero es, sin duda, una buena forma de iniciar cambios personales que pueden producir, a medio
plazo, importantes transformaciones sociales.
Desde luego, no ignoro que en las páginas que siguen se hacen consideraciones y propuestas individuales para problemas que son colectivos y que afectan a nuestro sistema de vida en su conjunto. La dimensión más social y ambiental de este tema la he tratado en otro libro (NOVO, M. El desarrollo sostenible: su dimensión ambiental y educativa. Universitas, Madrid, 2009), pero creo que tiene sentido hablar de las implicaciones personales de la nueva cultura del tiempo porque los cambios que los individuos vamos adoptando son brechas en el sistema, a la vez que juegan la función de «salvavidas» a los que nos agarramos para que la vorágine no nos ahogue.
El libro se compone de dos partes. En la primera, se aportan algunas ideas acerca del tiempo y los problemas asociados a su uso. Estas consideraciones no surgen en el vacío, sino que son fruto de la observación, la consulta, los aprendizajes que he podido ir haciendo al respecto. La segunda parte presenta historias concretas, modelos para el cambio que ya se están poniendo en práctica. En todos ellos, la lentitud es un referente, no un objetivo en sí misma. Todos buscan utilizar los tiempos adecuadamente para conseguir una mejor calidad de vida, para ser más responsables con el entorno, para gozar de esa paz interior que tan difícil resulta en nuestras sociedades.
Pero, aplicando una visión integradora, pronto se descubre que ambas partes, la teórica y la práctica, se realimentan, y que su frontera es un tanto artificial. Las ideas surgen en gran medida de las historias reales, y éstas, las historias, se han podido descubrir e interpretar porque había una búsqueda previa, una intuición reflexiva que animaba a encontrarlas, a sumergirse en ellas.
Quiero manifestar mi agradecimiento hacia quienes leyeron el manuscrito original de esta obra y me ofrecieron sus sugerencias, con las cuales, sin duda, ha mejorado mucho. Gracias a Guillermo e Irene, y a Yolanda, Alberto, Francesco, Ana Franco, M.a Ángeles, Ana Etchenique, Carlos, Begoña, Celsa, María José y Ana Castro. Su generosidad, y el tiempo que han dedicado a esta lectura, son mucho más que un regalo.
Sólo me queda manifestar un último deseo: que estas páginas le sean útiles, estimado lector o lectora. Que le ayuden a reapropiarse de su tiempo, a recuperar todo lo que de él tenga perdido, favoreciendo así su propio bienestar y su aportación a la colectividad.
Personalmente, no puedo dar grandes consejos. Yo también estoy caminando. Pero ya sé, y no es poco, que comienzo a ir por un sendero más sostenible, para la naturaleza y para mi inquieto corazón.
María Novo
Pozuelo de Alarcón (Madrid), verano de 2008
—Buenos días –dijo el Principito.
—Buenos días –dijo el mercader.
Era un mercader de píldoras especiales que
aplacan la sed. Se toma una por semana y ya no se
siente necesidad de beber.
—¿Por qué vendes eso? –dijo el Principito.
—Es una gran economía de tiempo –dijo el
mercader–. Los expertos han hecho cálculos. Se
ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
—¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
—Se hace lo que se quiere...
«Yo –se dijo el Principito– si tuviera cincuenta
y tres minutos para gastar, caminaría tranquilamente hacia una fuente.»
A. de Saint Exupéry
PRIMERA PARTE
A VUELTAS CON EL TIEMPO
BREVE HISTORIA DEL TIEMPO
Qué largo es el instante
y qué breve la vida.
Rafael Talavera
El 23 de abril se celebra el Día del Libro, recordando que, en una fecha como ésta del año 1616, falleció Cervantes. También sabemos –qué casualidad– que Shakespeare murió el mismo día y año. Sin embargo, esta segunda apreciación no es del todo cierta. En aquella época existían distintos calendarios.
En España regía el calendario gregoriano, pero en Inglaterra se guiaban por el juliano, de modo que la coincidencia no es tal porque, en realidad, el dramaturgo inglés murió 10 días más tarde que nuestro insigne don Miguel...
Todo un lío para quien piense que el tiempo es una estructura fija y que como tal ha sido considerado a lo largo de la historia. En Grecia, por ejemplo, se concebía el tiempo de forma cíclica, mientras que en el judaísmo se manejaba una concepción lineal, marcada esencialmente por el futuro, por la idea de la tierra prometida.
A lo largo de la historia han existido calendarios solares, otros lunares y algunos mixtos. La división del día en 24 horas corresponde a los egipcios, aunque después sería consolidada por los romanos. Los días de la semana, tal y como loconocemos, están asociados a los 7 días de la creación que relata el Génesis, y su nombre proviene del calendario romano. La división del año en 12 meses data de los babilonios...
De manera que no podemos hablar de un tiempo constante e históricamente regular, sino de las muchas formas en las que las culturas han negociado con el tiempo. Del mismo modo, no es igual el tiempo personal de cada individuo que el tiempo histórico de las sociedades o el tiempo cósmico, aunque todos ellos se encuentren enlazados.
En el mundo rural (y todavía hoy en muchas culturas originarias), las personas han vivido a lo largo de milenios ajustando sus modos de vida a las pautas temporales que les imponía la naturaleza: el día y la noche, las estaciones, los cambios de la luna... Su concepción del tiempo era, y es, absolutamente cíclica, mediante repeticiones, ritmos, que cada persona y cada generación iba cumpliendo como parte del ritual de pertenecer a la Tierra: sembrar, recoger los frutos, acopiar para la época fría, volver a sembrar... El tiempo lo marcaban los acontecimientos: el nacimiento de los hijos, las fiestas populares, la recogida de la cosecha...
Hasta la Edad Media, esto también sucedía en las ciuda- des, donde los artesanos trabajaban guiándose por el mediodía, y la jornada se repartía así simplemente en matutina y vespertina, sin que existiese una medida exacta de las horas que cada uno empleaba en ella. Por otra parte, el tiempo para producir algo colectivamente tomaba otras dimensiones, no se esperaban resultados inmediatos. Por ejemplo, las catedrales tardaban siglos en concluirse y, generalmente, nunca el maestro que las había concebido las veía terminadas.
En el Renacimiento, con el énfasis en el individuo y en la valoración de lo novedoso, comienza a cambiar la concepción de los aspectos temporales de la vida. Pero será especialmente con la Modernidad, a partir del siglo xvii, cuando el tiempo, asociado a las tareas productivas, comenzará a ser relevante y valioso económicamente, lo cual traerá aparejada su unificación. Porque en la fábrica ya carece de sentido la diversidad de ritmos y pautas que se manejaba en la Edad Media.
La ética calvinista y, en general, todo el protestantismo, tendrán mucho que ver con la nueva valoración del tiempo focalizada esencialmente en producir algo útil. Europa comienza a instalarse en una cultura del hacer que irá aplastando, poco a poco, la anterior cultura del estar. Se vive la aparición de una nueva mística, celebrada tanto por religiosos como por laicos: la de considerar que el trabajo es el mayor elemento de dignificación de la persona, y que requiere una actitud de entrega un tanto ascética, porque con él se colabora en la construcción de unas sociedades mejores.
Estos planteamientos se instalan, poco a poco, no sólo en las fábricas sino también en la vida cotidiana. La revolución industrial cambia las concepciones del tiempo hasta entonces vigentes e intenta unificarlas (en Occidente lo consigue) bajo nuevas condiciones: el trabajo se independiza de los condicionantes meteorológicos; en la fábrica, con la luz eléctrica, es posible desarrollar amplios horarios regulares a lo largo de todo el año..., y ese tiempo de la industria se va imponiendo también a los hogares, a la cultura grupal, y acaba rigiéndolo todo.
Algunos autores, como Munford, opinan por ello que, en el advenimiento del mundo moderno, el reloj ha tenido tanto o más protagonismo que la máquina de vapor. El reloj, la medición del tiempo, se hará presente como un elemento organizativo básico en las fábricas, en los talleres, controlando los horarios de entrada y salida al trabajo, las pausas...
Definitivamente, el tiempo de la producción se sobrepone así, hasta nuestros días, a los tiempos biológicos del ser humano. Porque nosotros, las personas, también tenemos un reloj
interno, que regula nuestros mecanismos, los ciclos del día y la noche, la temperatura corporal, la presión arterial... Los expertos hablan de ritmos circadianos para referirse a lo que sucede en nuestro organismo cada 24 horas, pero también existen ritmos más rápidos, que ocurren varias veces al día, y otros más lentos, como el ciclo menstrual en las mujeres.
¿Son tenidos en cuenta estos ritmos biológicos por quienes organizan la producción? La experiencia nos dice que para nada. Hoy son más que frecuentes los empleos con turnos de noche y los viajes de trabajo a lugares en los que el horario es muy distinto (lo que provoca una falta de sincronización que nuestro cuerpo tiene que resolver en pocas horas...). Mucha gente sufre, incluso, jornadas laborales que unas veces transcurren de día y otras de noche, con la dificultad que eso conlleva en el acoplamiento de las rutinas para el descanso y el sueño...
La máquina, una creación humana, ha acabado por imponer su disciplina a las personas. La fábrica, la empresa –otras creaciones igualmente humanas– se han superpuesto a los ritmos temporales de la gente. Todo ello está en la base de muchos de nuestros males, causando incluso enfermedades, como el estrés o la llamada «enfermedad de los meridianos», debidas
frecuentemente al desajuste de nuestro reloj biológico.
Podríamos meditar colectivamente sobre estas realidades. Puede que no esté en sus manos ni en las mías cambiarlas, pero la lucidez es la primera fase de cualquier mejora y, si somos algo más lúcidos respecto al atolladero colectivo en el que nos hemos metido, tal vez podamos hacer algo, individual o grupalmente, para ir introduciendo pequeños cambios que hagan nuestra vida un poco más humana.
La naturaleza es, también en esto, una buena maestra. Los ecólogos hablan de la biomímesis para referirse a todas las pautas que podríamos aprender de ella para después incorporarlas a nuestra vida individual y social. Desde ese enfoque, comenzaríamos a comprender y valorar los peligros de romper los tiempos biológicos en nuestro organismo, porque, no lo olvidemos, nosotros también somos naturaleza...
Desde luego, no todos los tiempos son de la misma calidad, ésa es una experiencia que a todos nos alcanza. Podemos confrontar media hora de música de Mahler (o de su músico preferido) con media hora de conducción en un atasco para ir al trabajo, y veremos que tienen efectos bien distintos sobre nuestro bienestar y nuestra salud. A lo mejor la solución es, parafraseando el título de un libro de éxito, «Más Mahler y menos antidepresivos...». El problema es si estamos dispuestos a intentarlo. De ser así, el primer paso consiste, poco a poco, en ir dejando abandonada la prisa.
Estamos hechos de tiempo.
Somos el tiempo vivido –nuestra historia– y el tiempo que nos queda,
presente y futuro.
Puede que nuestro trabajo nos exija un ritmo
acelerado, pero, si nos lo proponemos, nunca podrá
secuestrar nuestra sonrisa.
Las cosas negativas (una guerra, un incendio,
un dolor...) deben ser lo más cortas posible. Las
cosas hermosas queremos que duren, hay que preservarlas de la prisa.
KAIRÓS, EL MOMENTO OPORTUNO
La verdad no está,
sino que acontece.
Gianni Vattimo
El tema del tiempo preocupó ya a nuestros antepasados. De hecho, constituyó un eje fundamental del pensamiento en la antigua Grecia. Los griegos tenían tres expresiones distintas para nombrarlo, que se correspondían con tres dioses: Kronos, Airón y Kairós.
Kronos era el tiempo del antes y el después, que hoy asociaríamos con el reloj. Aristóteles se refería a él como «el tiempo de las acciones imperfectas», es decir, de aquellas que sólo tienen un fin en sí mismas y, cuando terminan, todo ha concluido (por ejemplo, ver un concurso en televisión. Pasó. Terminó. Y, salvo que seamos los agraciados con el premio, aquí no ha sucedido nada...). Kronos es el tiempo de la vida que nos va conduciendo a la muerte, el vínculo entre el nacimiento y el final de todas las cosas.
El segundo, Airón, cuida de lo que nace y cíclicamente renace. Es el tiempo de la vida en su sentido más profundo, no de la vida personal, sino del fenómeno de la vida que se autorregenera constantemente. Se relaciona con el placer, y representa el eterno retorno. Los griegos lo simbolizaban con la imagen de una serpiente que se mordía la cola.
Finalmente, se dice en la mitología que, de la risa del gran dios, surgieron siete dioses y el séptimo fue Kairós, el hijo de Zeus y Tyche, la diosa Fortuna. Los griegos lo representaban como un hermoso joven calvo, con un solo mechón de pelo y con los pies alados, para simbolizar que, cuando pretendes atraparlo, tiene la capacidad de escaparse volando y tampoco puedes siquiera intentar tomarlo por el cabello.
Kairós es el momento oportuno, lo mismo para sembrar el trigo que para cruzar un mar embravecido. Es el justo instante en que el surfista puede pasar la ola: si lo hace antes o después fracasará. Es el dios de la justa medida, el que nos ayuda a intuir la ocasión, el principio de oportunidad...
A través de Kairós, su madre, la diosa Fortuna, puede sonreírnos, hacer que esta vida humana que oscila entre dos eternidades (nacer y morir) tenga su componente de disfrute, sus instantes de plenitud en los que parece que olvidásemos a la muerte, cuando las horas se ensanchan, cuando un minuto es como una eternidad...
Se dice, por tanto, que Kairós es acontecimiento. Todos tenemos la experiencia de él en nuestra vida, de ese instante en que hemos escuchado una música que nos conmueve y el reloj de nuestro espíritu se ha detenido; de las palabras cómplices con las que alguien hizo que un día fuese único; del reencuentro con un ser querido, en el que las horas y los minutos tenían su propia medida...
Kairós nos transforma; en realidad, es quien construye nuestra historia, a pesar de que Kronos intente esclavizarnos, porque esos instantes precisos y preciosos luchan contra la ley de la entropía, son una negación del camino hacia la muerte, la ocasión que despierta a la vida, la autoorganiza, la hace ir más allá de su propia temporalidad.
Cuando miramos hacia atrás y queremos recordar quiénes somos, no lo hacemos con el dios Kronos, día a día, hora a hora, sino de la mano de Kairós, rememorando los hitos, las oportunidades aprovechadas, las ocasiones que hemos tenido para amar, los acontecimientos que nos marcan (el nacimiento de nuestros hijos, el momento en que encontramos a una persona que hoy es nuestro amigo...). ¿Tienen esos hechos días y horas precisos? Pudiera ser, pero Kairós no los necesita. Él nos da cuenta, más allá de los datos numéricos, de esos instantes infinitos, intemporales, con los que hemos construido la urdimbre de nuestro vivir, instaurando la celebración, la fiesta, en nuestra existencia.
El arte y los artistas se han entendido siempre bien con Kairós, a través de los momentos creativos, de ese «golpe de gracia» con el que el que se crea y se da vida a lo creado.
En medio de la aridez de Kronos, la gran filósofa y poeta María Zambrano describió bellamente la llegada de Kairós al hablarnos de los claros del bosque, lugares en los que no siempre es posible entrar, que ni siquiera hay que buscar, sino más bien dejar que la luz marque el camino hasta que algo llega sin poderlo evitar, apenas entrevisto o presentido, ese instante en el que el encuentro se verifica, que se podría lla- mar revelación.
Los occidentales, en una gran mayoría, somos ricos en cosas pero somos pobres en tiempo. Todos llevamos un «cronómetro» en la muñeca o en el bolsillo, que nos recuerda nuestra condición de esclavos de Kronos. A fuerza de organizar nuestra vida, de llenarla de obligaciones y rutinas, dejamos escasas oportunidades para Kairós, para ese acontecimiento que surge en el momento oportuno, porque eso requiere cierto abandono ante el fluir misterioso e imprevisto de la vida; porque, como decía María Zambrano, «a los claros
del bosque no se va a preguntar...».
Tendríamos que vaciar literalmente nuestras vidas de muchas de las acciones inútiles (en el sentido del bienestar) con las que la hemos llenado: horas de televisión con programas basura; multiplicación de tareas para ganar más dinero del que realmente necesitamos; horas y horas de ocio en los grandes almacenes donde compramos por «pasar la tarde»... Todo eso nos sobra, es una forma de vivir esclavizados a Kronos.
Porque, para que sucedan cosas nuevas en nuestras vidas (pequeñas o grandes, pero vivificantes), hay que hacerles hueco, hay que dejar sitio y definir bien las prioridades. Si todo está lleno, no podemos incorporar nada innovador. Es preciso vaciarse, ganarle horas y días a todo este desatino de producir y consumir sin límites en el que nos ha metido el mercado.
Podemos ir sustituyendo, en parte, las formas de ocio por las que hay que pagar siempre, por otros modos de disfrute que fomentan las relaciones personales, estar con uno mismo, el cultivo del silencio.
Vivimos dominados por metas que nos sobrepasan, por la productividad y la competitividad. Si su empresa quiere que usted rinda, le marcará unos objetivos, siempre al borde de sus posibilidades. El año próximo le pedirá más. Y así, trabajando siempre con una finalidad fijada de antemano, viajando simplemente para llegar a un lugar (y no para disfrutar del viaje), vamos situando nuestra vida en los productos y nos perdemos los procesos, el gusto por lo que estamos haciendo en cada momento, la posibilidad de vivir, con el ritmo apropiado, cada hora del día. El avión nos lleva de una ciudad a otra sin que podamos ver lo que hay en medio. El automóvil, a la velocidad máxima permitida, no nos deja apreciar el paisaje.
Los objetivos, las finalidades últimas del trabajo y de nuestra vida profesional nos ponen muy difícil el disfrute. ¿Trabaja usted para vivir, o vive para trabajar...?
Podríamos reflexionar acerca de nuestras metas, del modo en que las definimos y las elegimos, cuando dependen de nosotros. Porque, si no aprendemos pronto a distinguir lo verdaderamente importante de lo urgente, es posible que esas mismas metas acaben secuestrando nuestro tiempo.
Casi todo lo realmente valioso para nuestras vidas es gratuito (un amanecer en el campo, el abrazo amoroso de un hijo, el beso de un amante, un paseo por la orilla del mar...). Lo único que necesitamos para vivirlo en plenitud es tiempo, es disposición para el Kairós, para el acontecimiento feliz, para la celebración. ¿Podríamos rescatar algo de lo que perdimos, antes de que sea demasiado tarde?
Todo tiene su momento oportuno
. Hay que saber esperar.
Quienes cultivan la paciencia fortalecen la esperanza.
El tiempo nos da oportunidades. Cuando nos
quitan el tiempo nos están quitando oportunidades.
Las metas deben ser acordes con las posibilida-
des. Cuando una meta acapara todo nuestro tiem-
po posiblemente estemos haciendo algo mal.
LA PRISA NOS ESTÁ MATANDO.
¿QUÉ HACER?
Lo pasado ha huido, lo que esperas está
ausente, pero el presente es tuyo.
Proverbio árabe
«El tiempo es oro», decían nuestros abuelos. Y, mucho antes, en la vieja Roma, el emperador Augusto acuñó la expresión festina lente («apresúrate despacio»). Lamentablemente, ambos
consejos han caído en el olvido y hoy todos vamos corriendo de un lado para otro, especialmente en las grandes ciudades.
¿Podemos pararnos siquiera unas horas, para reflexionar?
¿Somos conscientes del cambio que han experimentado nuestras vidas?
¿Nos gustaría vivir de otra manera...?
¿Nos gustaría vivir de otra manera...?
El tiempo es una parte de la eternidad, de lo inasible, pero también es un regalo que recibimos cada día. Es mucho más precioso que el dinero, porque el dinero lo podemos acumular, pero el tiempo llega y pasa, es una oportunidad que se nos da una sola vez en la vida. A veces, un minuto o una hora se nos hacen larguísimos, cuando sufrimos un dolor, mientras esperamos algo deseado que no llega... En otras ocasiones, un día puede parecernos un minuto, se pasa sin sentir, cuando gozamos de algo y no queremos que se termine.
Cuentan que, mientras estaban unos exploradores europeos de visita en África, los nativos les dijeron una frase que debería hacernos pensar: «ustedes tienen los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo». Otro tanto le sucedió a un amigo mío en América cuando, acompañado de otros colegas universitarios, entabló conversación con un campesino. Ante la curiosidad de mi amigo y los suyos por saber de dónde venía la sabiduría que el campesino mostraba en
su conversación, éste les dijo: «Miren, señores, yo no tengo estudios, pero tengo tiempo para pensar».
¿Qué hacemos con el tiempo?
¿Lo cuidamos como un tesoro o lo malgastamos vistiéndolo de prisa?
¿Somos dueños de él o sus esclavos?
¿Lo cuidamos como un tesoro o lo malgastamos vistiéndolo de prisa?
¿Somos dueños de él o sus esclavos?
¿Sabemos disfrutarlo para dar calidad a nuestra vida...?
En nuestras sociedades, las primeras ocho horas del día, en las que, por lo general, estamos más despejados mentalmente, solemos dedicarlas al trabajo. No está mal, porque se precisa una buena lucidez para conducir un tren, operar a un enfermo o manejar el centro de control de un aeropuerto. Pero, ¿son acaso éstas las únicas cosas importantes para nosotros?
A las horas de trabajo hay que sumarles los desplazamientos, las horas extra, o las mil gestiones que hacemos fuera de casa. Resultado: cuando regresamos al hogar, lo hacemos cargados del tiempo de peor calidad, pues estamos muy cansados, cuando no enfadados por asuntos externos. Ese tiempo, escaso y menos apto para la creatividad y el buen humor, es el que dedicamos a la pareja, a los hijos e hijas, a los amigos y, si queda algo disponible, a nosotros mismos.
Es evidente que una organización de la vida como ésta no prima a las personas, sino al mercado. Lo que se busca es la productividad, la competitividad... ¿Y la felicidad...? Ésa queda para el fin de semana, si es que no hay que preparar algún trabajo urgente, o para el escaso período de vacaciones en el que, por no perder la costumbre, generalmente seguimos corriendo con el ansia de desplazarnos, de viajar, de ver, ver, ver.... ¿Y reflexionar? ¿Y disfrutar del silencio? ¿Qué tal comerse un bocadillo de atún en un paseo por el monte más
cercano con un amigo?
Hemos perdido el gusto por las cosas sencillas, porque casi todas ellas son gratuitas o cuestan muy poco, y por eso la publicidad no nos incita a disfrutarlas. La conversación sosegada, la escucha compartida o solitaria de una buena música, los paseos al aire libre... han sido sustituidos por los viajes a Tailandia, los fines de semana en una casa a la que se llega pagando el precio de dos atascos de ida y vuelta, o las competiciones deportivas, que vuelven a poner a nuestro cuerpo en situación de estrés.
Corremos para casi todo, no detenemos la mirada en nada. Nuestros trenes de alta velocidad no están pensados para ver el paisaje, sino para llegar antes. Aun así, si la gente mirara por la ventanilla, se sorprendería de todo lo que es posible ver y gozar, pero casi nadie lo hace. Muchos quieren «aprovechar el tiempo» resolviendo negocios por el teléfono móvil, y otros miran el reloj con impaciencia contando las horas que faltan...
¿Sabemos vivir el presente con sosiego? El presente, el aquí y ahora, es todo lo que tenemos. Decía William Shakespeare que «el pasado es un prólogo», así que ahora nos falta escribir las páginas del libro de nuestra vida, y ésas se escriben siendo plenamente conscientes de nuestro tiempo presente, de lo que hacemos con él. Podemos seguir acelerándonos, correr en medio de la multitud, ir y venir, y entonces no lo habremos disfrutado, simplemente «habrá pasado». Pero podemos, también, deleitarnos en vivir la vida a otro ritmo, más reposado, más consciente de todo lo que sentimos y de lo que tenemos alrededor en cada momento. Entonces, el tiempo se ensancha, se convierte en nuestro cómplice, nos hace regalos impensables, como la serenidad, la paz, el bienestar personal y una mejor relación con la gente de nuestro entorno.
En nuestras sociedades, si alguien le roba a otro la cartera, rápidamente será castigado. Sin embargo, muchas personas, en el trabajo sobre todo, se sienten legitimadas para robar el tiempo de otras sin sentir el más mínimo pudor por ello.
También porque nosotros no ponemos ningún impedimento a esa reunión que comienza a las 6 de la tarde, o a ese encargo que debemos resolver durante el fin de semana en casa. A veces no podemos. El jefe manda, y no están los tiempos para bromas... Pero, en otras ocasiones, nosotros mismos nos ofrecemos: en realidad, ponemos a precio de saldo nuestro
tiempo.
La presión del trabajo es hoy en día una fuente de estrés, como lo son esas entregas que hay que cumplir en una fecha determinada, siempre en aras a la competitividad. Estas actividades nos roban, literalmente, mucha de nuestra energía, nos dejan sin tiempo para el juego (a cualquier edad), para la meditación serena, para la reflexión, las relaciones personales....
En su obra Elogio de la pereza, Peter Axt y su hija Michaela nos proponen recuperar los tiempos de pereza en nuestras vidas, tiempos para el no hacer, que nos devuelven la relajación, la calma, la lentitud... y con ello protegen nuestras fuerzas y reservas y nos ahorran energía vital. Hace muchos años, Paul Lafargue, yerno de Carlos Marx, escribió un delicioso libro titulado El derecho a la pereza, en el que propugnaba, ya entonces, una jornada laboral de tres o cuatro horas diarias. Si en su momento la propuesta fue considerada una locura, hay que pensar que hoy no lo sería tanto, pues podría revelarse como una gran solución para el paro, sólo a condición de que las empresas ganasen menos dinero.
De todas formas, seamos realistas y, desde lo que hay, atrevámonos a plantearnos la posibilidad de iniciar, al menos, pequeños cambios. Todo se reduce a algo tan sencillo como darle a cada cosa su tiempo. En ocasiones tendremos que correr, pero debemos saber apreciar cuándo y en qué circunstancias es preciso acelerarse, para lograr que el resto del tiempo, que debería ser mayoritario, nos permita gozar de un saludable sosiego.
Y debo aclarar que no estoy hablando tanto de caminar deprisa o despacio, de resolver un expediente en una o diez horas, o de arreglar un vehículo estropeado con más o menos diligencia... Con unas pautas aceptables, incluso eficientes, el secreto está más bien en mantener la quietud interior, en cultivar la paciencia, que no es docilidad ni pereza, es simplemente sentido de la medida. También en aprender a decir «no», que es la precondición de nuestra autonomía para organizarnos la vida.
La creatividad y el ejercicio de escuchar a nuestro cuerpo pueden ayudarnos, y mucho, a ir caminando en esta dirección. Todos somos excelentes en algo. Apliquemos nuestros dones a operar en el marco del tiempo, a no luchar contra él, sino a dejarlo llegar y aposentarse sin prisa. Descubriremos que nuestra voz interior comienza a hablarnos. Tal vez nos esté diciendo en alto algo que llevaba muchos años susurrándonos al oído: despacio, despacio...
Lo importante respecto al tiempo no es tanto si corremos o si nos paramos, sino si tenemos criterios para saber cuándo hay que correr y cuándo se debe parar.
El valor del «no hacer» es inmenso. Somos por lo que hacemos y pensamos, pero nuestra vida se define también por las ocasiones en que hemos dicho «no» a algo o a alguien. La lentitud y la paciencia no son sinónimos de pereza. Son, más bien, estados del alma.
ACOMPASAR NUESTRO RITMO
A LA NATURALEZA
Apilados en su pequeña Tierra, amenazados por
su propio poder, los seres conscientes y curiosos
alzan los ojos al cielo y se preguntan, ansiosos:
¿cómo continuará esta bella historia del mundo?
H. Reeves et al.
No sé si usted se ha parado a pensar alguna vez en que el reciclaje, eso que parece tan moderno, ya lo habían inventado nuestros abuelos. En el campo, ellos utilizaban todos los restos de la comida para alimentar a los cochinos, la paja que sobraba de las cosechas para hacer las camas del ganado, el estiércol para abonar... Aún hoy, en muchas partes del mundo, las culturas campesinas siguen dándonos ejemplo de cómo hay que actuar para ser cómplices y no enemigos de la naturaleza: cerrando los ciclos.
La naturaleza tiene una sabiduría que bien deberíamos copiar. Entre otras cosas, ella nunca se acelera, funciona en tiempos largos y sigue cumpliendo puntualmente sus ciclos de primavera, verano, otoño e invierno. También es sabia porque recicla, es decir, porque cierra los ciclos y no funciona de forma lineal, como nosotros, que vamos llenando el planeta de residuos y artefactos a mayor velocidad de la que podemos y sabemos reciclarlos.
¿Qué significa «cerrar los ciclos»? Quiere decir que en la naturaleza todo circula en un proceso en el que cada paso conduce al siguiente, y ése al siguiente, y el que aparentemente
sería el último (por ejemplo, el de los residuos en un bosque) se convierte de inmediato en el primero de la siguiente cadena (los organismos descomponedores transforman la materia vegetal sobrante de nuevo en materia orgánica). Otro tanto ocurre con un fenómeno que nos es muy familiar: el ciclo del agua, que une a océanos, nubes, lluvia...
Pues así en todo. Frente a nuestras actitudes de constante despilfarro, en la naturaleza no se tira nada, nada se desperdicia. Porque es un maravilloso sistema autorregulado en el que no existe la prisa y hay una selección austera de lo que vale.
El concepto del tiempo no es como el nuestro. Por eso, los tiempos de la biosfera tropiezan frontalmente con nuestros sistemas de producción, con los ritmos que hemos impuesto a nuestras ciudades, con los mercados financieros que no cierran nunca... Nuestra tecnología, tan útil para resolver algunos problemas, sin embargo, nos ha acelerado cada vez más y eso nos ha apartado del tiempo de la vida...
¿Cuándo comenzó este proceso? Algunos dicen que fue con el invento del reloj, que permitió romper las distintas pautas temporales que hasta entonces regían la vida de los seres humanos (estar despiertos y dormir según las horas de sol, vivir las estaciones del año, realizar procesos diarios repetitivos...) y los acopló al tiempo abstracto, fijo, preestablecido, que el cronómetro imponía. Otros afirman que fue con el invento de la luz eléctrica, que nos liberó de la necesidad de adecuarnos a los ciclos del día y de la noche y nos hizo capaces de trabajar en las fábricas hasta más tarde, de levantarnos más pronto en el invierno, de cenar a cualquier hora...
El caso es que nos hemos apartado del camino de la vida, el que señala la naturaleza. Usted me dirá que era nuestro destino, es más, que ése es nuestro éxito, porque hemos vencido las limitaciones del medio, muchas enfermedades y en algunos lugares también el hambre y la miseria. Pero déjeme responderle que, además de las enormes y vergonzosas desigualdades que hoy se dan entre ricos y pobres, también hemos contraído otra enfermedad altamente peligrosa: la prisa.
La tecnología nos ha permitido acortar las distancias; el cerca y el lejos se solucionan ahora con unas horas de avión; hemos exprimido el tiempo, lo hacemos cada día, de la mañana a la noche, corriendo de aquí para allá. Pero... ¿somos más felices...?
En Zaragoza vive mi amigo Javier. Es catedrático de Hidrología en la universidad y, sobre todo, un enamorado de los ríos. Él explica en sus clases lo que es una cuenca hidrográfica, lo que significa la biodiversidad en ese contexto, y critica esas grandes obras faraónicas de presas y embalses con los que supuestamente se quiere «evitar que el agua de los ríos se pierda en el mar...». Javier sabe mucho de todo esto, pero yo no le hablaría a usted de él si no fuera porque, además, es el inventor de la fluviofelicidad.
Quienes somos sus amigos tenemos la suerte de haber experimentado junto a él lo que significa esa palabra. Supone, por de pronto, contemplar el río y disfrutarlo desde dentro, desde el agua, tocando, oliendo, escuchando..., mientras se viaja en piragua. Esa forma de situarse, desde abajo, permite entender todo el valor de la gran maravilla natural que son los ríos. Permanecer así horas y días, navegando despacio, deteniéndose en las orillas, dejando que llegue el atardecer al lado del agua, eso es, Javier dixit, la fluviofelicidad.
Poco a poco, dejándonos llevar por él, algunos amigos y amigas vamos aprendiendo a ser fluviofelices. Con pocas cosas, unos cuantos bocadillos, unas cervezas y un bañador, la cosa se resuelve. Pero todos, absolutamente todos, necesitamos disponer de algo inexcusable: nos hace falta tiempo.
Convertir nuestro tiempo en fluviofelicidad tiene la ventaja de que podemos charlar mucho y despacio cuando paramos a descansar, también de que le vamos encontrando sentido a esa afirmación de que los seres humanos, además de faber somos ludens, somos seres que juegan, a cualquier edad, porque el juego es parte de la vida. Por otro lado, pasar horas y horas en un río es una fuente de aprendizaje, una metáfora del fluir constante de los días.
La experiencia con Javier me hace entrar en otro ritmo. He estado tres días bajando el Ebro en piragua con él y otros amigos y vengo realmente contenta. Hemos hecho algo que vale en sí mismo, que tiene sentido sin que necesariamente exista otro objetivo final, por el hecho mismo de estar, de permanecer juntos y de contemplar juntos la belleza. Hemos disfrutado del
proceso, sin que, por fortuna, buscásemos ningún producto.
Pero, cuando sabemos propiciarlo (y a veces por sorpresa, sin que lo busquemos), el producto está en el mismo instante, es el kairós, el acontecimiento oportuno que te visita y te llena de alegría. Javier ha acuñado con otros colegas el concepto de nueva cultura del agua. No sé si él es consciente de que ésta nos lleva, de inmediato, a una nueva cultura del tiempo.
Todo lo contrario de lo que nos pide la sociedad. Al día siguiente, mi despacho está lleno de correos electrónicos, notas que me exigen informes urgentes, ejercicios que debo corregir en un tiempo record... Lo miro todo y me considero una privilegiada porque puedo traerme algún trabajo para casa y sacarlo en horas en las que, mientras trabajo, estoy con los míos. Pero no puedo dejar de reflexionar.
En este Occidente desde el que escribo, nuestros modelos de vida están basados en el poder del mercado para ocupar sin prejuicios nuestro tiempo, para tenernos entretenidos produciendo o consumiendo. Como ciudadanos que queremos ser libres, necesitamos reapropiarnos de nuestro tiempo, para hacer con él (al menos en las horas en que no tenemos que ganarnos un salario) lo que nosotros decidamos: la fiesta, la meditación, la creación artística, el rato de conversación con nuestros padres o con el vecino... Cualquier cosa es buena cuando nos permite mirar hacia dentro o escuchar con sosiego a los otros.
El científico Richard Feynmann cuenta, en un hermoso libro de memorias, que su padre le fue aficionando a la ciencia a base de enseñarle a observar lentamente lo que sucedía a su alrededor, generalmente las pequeñas cosas que pasaban inadvertidas, para después hacerse preguntas. El libro es delicioso. En un momento alguien pregunta a Feynmann: «¿qué
es la ciencia?». Y él, con serenidad, responde: «es, fundamentalmente, paciencia».
Si queremos acompasar nuestro ritmo a la naturaleza, si de verdad deseamos consolidar y cuidar nuestros vínculos afectivos y sociales, dejar de destruir este planeta y empezar a construir un modelo de vida saludable, necesitamos cambiar nuestros ritmos, desarrollar una actitud interior de calma. Y, cuando a usted o a mí nos increpen porque no hemos llegado los primeros en la carrera de la productividad, ya sabemos la receta: paciencia.
La naturaleza trabaja en tiempos largos. El magisterio de la vida es una fuente de aprendizaje.
Al apartarnos del camino de la naturaleza, estamos trabajando en contra de los ritmos de la vida, que son pausados, constantes y pacientes.
El problema del tiempo es un problema de despilfarro: derrochamos demasiadas horas en cosas y acciones que no nos producen bienestar ni ayudan a los demás.
LENTITUD Y SOSTENIBILIDAD
Tensa un arco hasta su límite
y desearás no haberlo hecho.
Tao Te King
Juan conduce su vehículo a 120 kilómetros por hora en la autopista. Antes iba a más velocidad, pero ahora, con el carné por puntos, hay que tener cuidado... Juan no tiene prisa, va a visitar a unos amigos que le esperan en su casa; sin embargo, no separa el pie del acelerador, a pesar de que ayer leyó casualmente una pequeña noticia: «Si usted condujese su vehículo a velocidades de 80/90 kilómetros por hora, podría reducir en un 25 % el consumo de carburante».
No es que a Juan le guste tirar el dinero, es que su automóvil es mucho automóvil, 180 caballos que, en cuanto te despistas, se aceleran y no hay forma de pararlos. Llegar un poco antes o algo después realmente le da igual, pero esa sensación de poder que ahora tiene al volante no la perdería por nada del mundo.
¿Y qué hay de la gasolina que lo alimenta? Para que esté puntualmente en la gasolinera han sido necesarias algunas guerras, muchos conflictos soterrados y un intrincado juego internacional en el que el petróleo sube, como todo lo escaso, a pasos agigantados. Pero eso a Juan no le importa. Él, al repostar, siempre pone 40 euros...
Lo que Juan no se ha parado a pensar es que la naturaleza tardó 300 millones de años en capturar el carbono atmosférico que quedó depositado en los combustibles fósiles (petróleo,
carbón, gas natural), y que nosotros, las llamadas «sociedades avanzadas», hemos quemado estos combustibles a tal velocidad para la producción de energía que, en un corto plazo de 300 años, hemos generado problemas tan graves como el cambio climático.
¿Por qué no respetamos, al consumir, los ritmos que la naturaleza tiene al producir? ¿Por qué avanzamos un millón de veces más rápido que ella? Éstas son las preguntas que hoy nos hacen los grupos ecologistas y algunos intelectuales, científicos y académicos que defienden otro modelo de relación con ella. Este modelo se llama desarrollo sostenible.
Cuando examinamos los problemas ecológicos que están en la base de la crisis ambiental, siempre encontramos un componente importante de aceleración. A mediados del siglo xx, la
población mundial apenas llegaba a los 2.500 millones de personas. En un plazo de sólo 40 años, a finales del mismo siglo, ya se había duplicado. Y hoy, cuando escribo estas notas, ya
hemos superado los 6.500 millones.
Pero el problema no es sólo demográfico, sino fundamentalmente de modelos de producción y consumo. Hay una regla de oro del desarrollo sostenible: consumir y contaminar a la misma velocidad con que la naturaleza puede reponer lo consumido y degradar los desechos. Esa regla, como vemos, es un planteamiento basado estrictamente en el tiempo. Somos parte de la naturaleza y debemos adecuar nuestros ritmos a ella. Lo contrario es emprender una loca carrera (ya la hemos iniciado hace tiempo) que conduce a la extinción de especies, a la destrucción de nuestros bosques, al agotamiento de las reservas de agua dulce, y a otra larga serie de problemas ambientales.
Yayo es una de mis colaboradoras más queridas, desde que un día, hace ya tiempo, se acercó a mi despacho de la universidad para que la orientara en un trabajo. Yayo trabaja en el movimiento ecologista. Ella y otra mucha gente altruista y responsable no cesan de hacer llamadas de atención sobre la necesidad de un cambio de modelo, de desarrollar prácticas que conduzcan al equilibrio ecológico y a la equidad social.
Su lema es vivir mejor con menos, practicar cierta autocontención voluntaria, algo que a todos nos debería hacer pensar, porque en esa sencillez está implícito un mejor comportamiento con la naturaleza y la posibilidad de que muchas más personas puedan acceder a los recursos de la Tierra.
Hace poco hablaba con Yayo del problema del tiempo, y ella, con su aguda inteligencia, enfatizaba lo responsable que se siente de dejar un planeta saludable y seguro para su hija Helena. Desde luego, tiene muy claro que todas las formas de contaminación, todo el daño que hacemos a la naturaleza, significan una falta de responsabilidad con las generaciones futuras.
El problema más grande, comentábamos Yayo y yo, es el modelo de éxito que Occidente ha cultivado y ha exportado al resto del mundo. Este modelo se basa en tener, en acumular cosas y dinero, y cuanto más rápidamente mejor (a veces sin que importe mucho cómo...). Operamos como máquinas veloces frente a una naturaleza que necesita tiempo. La razón de que vayamos sobrepasando los límites de los ecosistemas es, sobre todo, nuestra prisa: prisa por producir, prisa por consumir, prisa arrojando los residuos a algún lugar donde no se vean.
Yayo y su familia han estado este verano de vacaciones en Alemania con sus bicicletas. Cruzaron media Europa en tren, y se detenían en los sitios que les parecían hermosos para recorrerlos así, despacio, viendo y oliendo, parándose a saborear un paisaje, a beber en una fuente...
A su regreso, ella venía llena de imágenes que había grabado lentamente, de olores, de sabores, también de experiencias humanas surgidas al contacto con las gentes y los lugares.
Yo la miraba y pensaba: Yayo es muy rica, porque es rica en tiempo, sabe manejarlo, sabe defenderlo cuando está amenazado, sabe organizar sus prioridades.
Deberíamos aprender de estas personas para no seguir equivocándonos. No nos queda mucho tiempo para cambiar el rumbo hacia la sostenibilidad. Pero hacerlo pasa por tener un amplio debate en nuestras sociedades acerca del tiempo, de la dimensión temporal de la producción y del consumo, de la aceleración con que, cada vez más, impactamos sobre los bienes de la Tierra, una aceleración que es la gran creadora de insostenibilidad.
Muchos bancos pesqueros están prácticamente extinguidos. Todo ha sido por algo tan sencillo como que los barcos extraían peces a más velocidad de lo que las poblaciones allí existentes se reproducían. Una torpeza tan grande sólo se explica por codicia o por irresponsabilidad. Pero lo cierto es que, de nuevo, la prisa ha sido la causante del problema.
Nuestros industriales están obsesionados por producir más cantidad de producto cada vez en menos tiempo, pero eso no ha liberado a los trabajadores, no ha conducido a una reducción de la jornada laboral, tan sólo ha incrementado a más velocidad los beneficios de los empresarios.
¿Hacia dónde caminamos? ¿Es sostenible nuestro modelo de vida? Decididamente no. Hemos identificado el desarrollo con lo que los economistas llaman un bien posicional. Es decir, un bien que sólo algunos pueden disfrutar, en virtud de su posición en la sociedad global, pero a costa de que el resto no tenga acceso a él. Éste es el modelo por el cual hoy el 20 % de la humanidad (los ricos del planeta) consume más del 80 % de los recursos, mientras grandes comunidades en África, América Latina, Asia... viven en condiciones de extrema pobreza.
La sostenibilidad es otra cosa. Exige un cambio de rumbo.
Viajamos en un barco de trayectoria equivocada, que navega acelerando cada vez más y que se dirige a la autodestrucción.
Necesitamos un viraje pero, para hacerlo, lo primero es reducir la velocidad. Sólo así podremos mirar el mapa con detenimiento y calcular hacia dónde vamos a redirigir la nave.
Nos hace falta sosiego para interpretar bien dónde estamos y adónde queremos ir, y también para acoplarnos a las pautas de la naturaleza.
Entre tanto, aquí en tierra, algunos agricultores nos ofrecen la posibilidad de volver a comer como lo hacían nuestros abuelos, sin química, sin hormonas, consumiendo cada producto en su temporada... Quienes aman la velocidad les dicen que con la agricultura ecológica no podemos ir tan deprisa como lo necesitan los hambrientos del mundo. Pero esto no es cierto. Hemos llenado la Tierra de agricultura intensiva que utiliza muchos productos químicos potencialmente tóxicos y el hambre en el planeta no ha disminuido. Bien al contrario; hoy las distancias entre los países ricos y los países pobres son mucho mayores que a mediados del siglo xx.
De acuerdo con algunos trabajos presentados en la Conferencia Internacional sobre Agricultura Ecológica y Seguridad Alimentaria que organizó la FAO en Roma en mayo de 2007, se estima que, con agricultura biológica, nuestros ecosistemas globales podrían alimentar a toda la humanidad. Más bien es una cuestión de reparto la que falla y produce el hambre.
Mientras comentamos estas cosas, Yayo me mira y, con esa lucidez que la caracteriza, afirma: «la velocidad nos mata, es la peor enfermedad que Occidente ha exportado al resto del mundo...». Y yo pienso: ¿Hasta cuándo?
Es preciso vivir más simplemente para que otros simplemente puedan vivir. La sencillez voluntaria pasa por un buen uso del tiempo.
La autocontención y la desaceleración en el uso de los recursos son condiciones necesarias para la sostenibilidad personal y global.
Podemos elegir entre ser ricos en tiempo o en dinero. De esa elección se derivará, en gran parte, nuestro modelo de vida.
HAY UN TIRANO INSTALADO
EN SU VIDA: EL RELOJ
Piensa en esto: cuando te regalan
un reloj te regalan un pequeño
infierno florido, una cadena
de rosas, un calabozo de aire...
Julio Cortazar
En mis años jóvenes, allá en la ciudad de A Coruña, cuando queríamos quedar de acuerdo con alguien para un paseo, el lugar obligado era «El Obelisco». Todavía hoy ese obelisco existe y señala uno de los espacios más céntricos de la ciudad.
Pero, ¿sabemos qué funciones tenía o había tenido en tiempos un objeto como ése?
Hace más de 4.000 años, nuestros antepasados usaban los obeliscos como ofrendas en honor del dios Sol, y una de sus posibilidades era medir el tiempo, a modo de relojes de sol. A lo largo de la historia de la humanidad, éstos serían algunos de los instrumentos que, junto a los relojes de arena, la observación de las estrellas y muchos otros ingenios, permitirían a nuestros ancestros calcular de algún modo el paso de las horas y los días.
Los egipcios, por ejemplo, ya utilizaban, unos 1.400 años antes de Cristo, las clepsidras, unos relojes de agua basados en la sencilla pero ingeniosa idea de que una cantidad igual de agua
consume siempre un tiempo idéntico para verterse goteando por un mismo orificio de un recipiente a otro. Se solían usar durante la noche, cuando los relojes solares dejaban de ser útiles. El cuenco receptor tenía unas marcas que permitían hacer equivalencias en el tiempo, de manera que se podían establecer los períodos diurnos y nocturnos. En el templo de Amón,
en Karnak, se ha hallado un reloj de agua del siglo xiv a. C. Cuentan que en la antigua Grecia y en Roma se utilizaban las clepsidras para medir el intervalo temporal del que un orador disponía para hablar. En el siglo iii a. C., un alumno de Arquímedes, llamado Ktesibios, construyó un reloj de agua que ya tenía números y manilla para indicar el paso de las horas.
La civilización china, siempre ingeniosa, llegó a usar una cuerda en la que se hacían nudos separados por un mismo espacio. Cuando se quería medir la duración de un acontecimiento,
se prendía fuego a la cuerda y se observaban los intervalos que transcurrían mientras se quemaba de un nudo a otro.
Los relojes de arena, los obeliscos, las clepsidras... son algunos de los instrumentos que se utilizaron en la antigüedad para medir el tiempo, hasta que, en la Edad Media, aparecieron los primeros relojes mecánicos que, si bien no eran muy precisos, supusieron una gran revolución, una innovación fundamental para el devenir de la humanidad, que introducía a los seres humanos en una nueva relación con el tiempo.
Los relojes tuvieron por largos años una sola manilla, la que señalaba las horas, y jugaron un papel importante en el mantenimiento de la vida monacal y de los rezos. La transición de los relojes grandes, de pared, a los relojes de bolsillo se produjo mucho más adelante. El primer reloj de bolsillo del que se tienen noticias data de 1477, y aparece mencionado en un manuscrito de la biblioteca de Augsburg, en Alemania. Pero su uso no comenzaría a difundirse hasta la segunda mitad del siglo xvii, cuando los relojeros inventaron un muelle que servía para transmitir energía y que era de reducidas dimensiones. No está claro a quién atribuir el invento, que más bien parece que surgió en varios países europeos a la vez.
Finalmente, será en el siglo xviii cuando el reloj alcanza su apogeo, en medio de una cultura científica obsesionada por las ideas de orden y precisión. Porque el productivismo y el maquinismo sólo son concebibles con la complicidad de este pequeño aparato mecánico que incluso sirvió para que Newton concibiese el sistema planetario a su imagen y seme-
janza, como lo haría un relojero.
El avance de los intercambios comerciales, de los viajes marítimos y de la producción fabril obligaba a coordinar las actividades mediante el uso de relojes. También en la vida cotidiana, no sólo en las fábricas, actos tan simples como levantarse o acostarse serían regidos por este instrumento cuando ya la luz artificial permitía olvidarse de los ciclos naturales del día y la noche. Incluso los niños, en las escuelas, funcionaban regidos por el horario que marcaba el reloj, lo que suponía una especie de «entrenamiento» para su paso posterior al mundo adulto y su incorporación a las actividades productivas.
El tiempo mecánico fue así sustituyendo al tiempo de la naturaleza, y los relojes no sólo fueron inofensivos instrumentos de medida, sino verdaderos impulsores del abandono de los ritmos naturales del ser humano y del advenimiento de un tiempo abstracto, medido, calculado, que sería el signo de la cultura moderna.
La evolución de los relojes ha hecho que éstos fuesen ganando en precisión hasta el día de hoy, en el que contamos con relojes atómicos cuyos desfases se miden en milisegundos. Hemos sometido el tiempo a nuestra tecnología: podemos medirlo, calcularlo, observarlo y hacerlo observar. Pero, ¿nos hemos adueñado de él o somos sus súbditos?
Uno de los gestos más habituales, cuando tomamos vacaciones, es quitarnos el reloj. Con ello no estamos haciendo algo banal, sino que estamos devolviéndole a nuestro cuerpo la posibilidad de regirse por sus biorritmos naturales, invitándolo a introducirse de nuevo en la naturaleza. Le estamos dando la oportunidad de abandonarse, de «perder el tiempo». Entonces, las horas aparentemente perdidas se convierten en salud y bienestar, son tiempo para la vida. Abandonar el reloj supone iniciar una especie de placer con nosotros mismos: el de dejar de ser esclavos de los horarios, de los minutos de aceleración...
Lo que parece aconsejable es que también abandonemos el reloj en alguna ocasión «normal», por ejemplo, cuando almorzamos con un amigo, cuando hablamos con nuestros hijos, cuando estamos dialogando con nuestra pareja.
Tal vez merezca la pena hacer la prueba, respirar hondo y descubrir que cualquier día, por muy programado que esté, podemos encontrar momentos de bonanza en los que el reloj
no sea nuestro tirano.
...
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