LOS
ANIMALES
Lori
Gruen
Peter
Singer (ed.), Compendio de Ética
|
Alianza Editorial, Madrid,
1995 (cap. 30, págs. 469-482)
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Visita: 4/10/2011
1.
Introducción
Para satisfacer el gusto
humano por la carne, sólo en los Estados Unidos se sacrifican cada
año más de cinco mil millones de animales. La mayoría de los
pollos, cerdos y terneras criadas para alimento nunca ven la luz del
día. A menudo se confina tanto a estos animales que rara vez son
capaces de darse la vuelta o extender un ala. Se estima que unos
doscientos millones de animales se utilizan rutinariamente en
experimentos de laboratorio en todo el mundo. Una gran parte de la
investigación produce dolor v malestar a los animales sin procurar
absolutamente ningún beneficio a los seres humanos. Cada año en los
Estados Unidos los cazadores matan a unos doscientos cincuenta
millones de animales silvestres. Más de seiscientas cincuenta
especies diferentes de animales actualmente amenazadas pueden haberse
extinguido a finales de siglo. Estas realidades han hecho que muchas
personas se cuestionen nuestra relación con los animales no humanos.
Las condiciones de
conservación de los animales y la forma en que se utilizan por los
ganaderos industriales, experimentadores, peleteros, promotores
comerciales y otros tienden a desatender el hecho de que los animales
son seres vivos y sintientes. El libro de Peter Singer de
1975, Animal liberation, cuestionó la actitud de
que podemos utilizar a los animales como nos plazca y presentó una
«nueva ética para el trato de los animales». Este libro también
sentó las bases morales para un incipiente y ruidoso movimiento de
liberación animal, y al mismo tiempo obligó a los filósofos a
empezar a considerar el estatus moral de los animales. La discusión
resultante propició el acuerdo general de que los animales no son
meros autómatas, de que son capaces de sufrir y de que se les debe
cierta consideración moral. La carga de la prueba pasó de quienes
desean proteger del daño a los animales a quienes creen que los
animales no importan en absoluto. Estos se ven ahora obligados a
defender sus ideas frente a la posición amplia mente aceptada de
que, por lo menos, el sufrimiento y sacrificio gratuito de animales
no es moralmente aceptable.
Se han ensayado algunas
defensas. En su libro The case for animal experimentation (1986a), el
filósofo canadiense Michael A. Fox se propuso demostrar que los
animales no son miembros de la comunidad moral y que por consiguiente
los humanos no tenemos obligaciones morales hacia ellos. Fox afirmaba
que «una comunidad moral es un grupo social compuesto por seres
autónomos que interactúan en el que pueden evolucionar y
comprenderse los conceptos y preceptos morales. También es un grupo
social en el que existe el reconocimiento mutuo de la autonomía y la
personalidad» (Fox, 1986a, pág. 50). Según Fox una persona
autónoma es alguien que tiene una conciencia crítica de sí misma,
que es capaz de manejar conceptos complejos, capaz de utilizar un
lenguaje especializado y de planificar, elegir y aceptar la
responsabilidad de sus acciones. Los miembros de la comunidad moral
son considerados moralmente superiores. Los animales, que no tienen
una vida valiosa en sí, no pueden actuar como miembros de la
comunidad moral. Fox concluye así que «los miembros plenos de la
comunidad moral pueden utilizar a las especies menos valiosas, que
carecen de algunos o de todos estos rasgos, como medios para sus
fines por la sencilla razón de que no tienen la obligación de no
hacerlo» (pág. 88).
Un tema constante en las
discusiones relativas a nuestra relación con los animales ha sido la
distinción de una o más características que se considera
diferencian a los humanos de los no humanos. En la tradición
cristiana se trazó la línea por la posesión de un alma; sólo
importaban los seres que tenían alma. Cuando no se consideraba una
razón aceptable para argumentar el salto a la fe, se desplazaba la
atención a otras diferencias «mensurables» como el uso de
herramientas o el tamaño del cerebro, pero éstas no resultaron
especialmente titiles para mantener la distinción deseada. Los
conceptos delimitadores en los que se basó Fox, es decir el uso del
lenguaje y la autonomía, son los más utilizados.
Algunos filósofos, en
particular Donald Davidson en Inquiries into truth and
interpretation y R. G. Frey en Interests and rights,
han afirmado que los seres no pueden tener pensamientos a menos que
puedan comprender el habla de otros. Según esta concepción, el
lenguaje está necesariamente vinculado a actitudes proposicionales,
como «deseos», «creencias» o «intenciones». Un ser no puede
excitarse o decepcionarse sin el lenguaje. Si bien la capacidad de un
ser de conceptualizar y ser así consciente de su papel en la
dirección de su vida puede concederle realmente un estatus moral
diferente, falla la deseada exclusión de todos los animales y de
ningún ser humano en virtud de su supuesta carencia de estas
capacidades. Sería absurdo considerar moralmente responsable a un
león por la muerte de un ñu. Que sepamos los leones no son seres
que puedan realizar deliberaciones sobre la moralidad de semejante
conducta. Sin embargo, de forma similar, no puede considerarse
responsable a un bebé por destruir una escultura original, ni a un
niño culpable por disparar accidentalmente a su hermana. Los
animales no son agentes morales. Si bien pueden realizar elecciones,
éstas no son del tipo que denominaríamos elecciones de valor las
elecciones que subyacen a las decisiones éticas. Los bebés, los
niños pequeños, las personas con alteraciones del desarrollo, las
que están en coma, las víctimas de la enfermedad de Alzheimer y
otros seres humanos discapacitados tampoco son capaces de tomar
decisiones morales. A todos estos seres no puede considerárseles
miembros de la comunidad moral, entendida como lo hace Fox. Por ello,
de acuerdo con la propia lógica de Fox, los animales no son los
únicos seres a quienes los miembros de la comunidad moral pueden
utilizar a su antojo: los humanos «marginales» también son
legítimo objeto de este trato.
Frente a este problema, Fox
intenta introducir a los seres humanos de cualesquiera capacidades en
la comunidad moral protectora afirmando que su condición podría
haber sido la nuestra. Yo podría haber nacido sin cerebro, ser
autista o tener otra alteración mental, y en este caso no desearía
ser tratado como si no importase mi sufrimiento. Así pues, «la
caridad, la benevolencia, la humanidad y la prudencia exigen» que
ampliemos la comunidad moral para incluir a las personas «no
desarrolladas, deficientes o con graves alteraciones» (Fox, 1986a,
págs. 61-63). Sin embargo podría decirse que no me resulta más
fácil imaginarme cómo sería si fuese autista de lo que me resulta
imaginar cómo sería ser un oso hormiguero. Simplemente el formar
parte de la misma especie no me concede una idea particular de la
perspectiva de otro humano, especialmente de alguien que sufre una
grave incapacidad; mi conciencia autónoma no me proporciona
necesariamente una sensibilidad hacia los seres humanos incapacitados
que no tenga también, o que no pueda cultivar, hacia los animales.
La disposición de Fox a incluir a los primeros y no a los últimos
es arbitraria.
En reconocimiento de éste y
de otros errores de su obra, Fox cambió radicalmente sus ideas (Fox,
1986b; 1987). Menos de un año después de la publicación de su
libro, Fox rechazó la tesis principal de éste, afirmando:
Anteriormente llegué a
creer que nuestras obligaciones morales básicas de evitar causar
daño a otras personas debía extenderse también a los animales, y
como no podía encontrar la justificación para beneficiamos del
daño causado a otras personas deduje que igualmente era indebido
beneficiamos del sufrimiento de los animales». Pero tras reconocer
que no se puede encontrar una base moral para trazar la línea
alrededor de la especie humana y excluir a los no humanos podría
sacarse aún otra conclusión. Ésta es la posición que mantiene R.
G. Frey. Frey reconoce que los animales y las personas «marginales»
merecen ciertas consideraciones morales y las incluye en la
comunidad moral por su condición de seres que pueden sufrir. Sin
embargo, cree que sus vidas no tienen un valor comparable a las de
los seres humanos adultos normales, seres que son personas
autónomas. Como basa su argumento en la calidad de vida y supone
que la calidad de vida de un adulto humano normal siempre es mayor
que la de un animal o la de una persona deficiente, llega a la
conclusión de que no siempre se pueden utilizar animales con
preferencia a personas «marginales». Así, escribe que «la única
manera en que podríamos hacerlo justificadamente seria si
pudiésemos citar algo que siempre, sea lo que sea, otorga a la vida
humana un mayor valor que a la vida animal. Yo no conozco semejantes
cosas» (Frey, 1988, pág. 197).
Otros han intentado
argumentar que basta con la pertenencia a la especie. Los animales no
son seres éticos y como no lo son no les debemos consideraciones
morales. Estos autores insisten en que no puede refutarse esta tesis
con el argumento en favor de los seres humanos marginales porque
estos siguen siendo humanos y nuestras obligaciones para con ellos se
desprenden de la naturaleza esencial del ser humano, y no de los
casos límite. Frey, defensor de un uso limitado tanto de los
animales como de los seres humanos «marginales», tiene una
respuesta convincente para quienes suscriben esta concepción de la
supremacía del ser humano. «No puedo ver que la pertenencia a la
especie sea una razón para afirmar que tenemos una relación moral
especial para nuestros congéneres ... por el mero hecho de nacer,
¿cómo va uno a encontrarse en una relación moral especial para con
los humanos en general?» (Frey, 1980, pág. 199).
La
posición de Frey también plantea sus problemas. Se puede cuestionar
su tesis de que necesariamente las personas adultas tienen una vida
más valiosa que los animales adultos normales. Pero la posición
evolucionada de Frey, al contrario que los intentos por mantener un
rechazo total de la importancia de los animales, se ha beneficiado
enormemente de los argumentos presentados por los defensores de los
animales, argumentos a los que vuelvo a continuación. Si bien son
éstos numerosos, voy a examinar dos de las posiciones éticas más
comunes, el argumento de los derechos y el utilitarismo. Voy a
señalar algunos de los problemas que plantean estas concepciones e
intentar aclarar algunos equívocos comunes. A continuación voy a
proponer una forma de plantear la cuestión menos común y sugerir
que esta alternativa puede merecer un mayor estudio.
2.
Derechos
La idea de que los animales
merecen consideración moral suele designarse con la expresión
«derechos de los animales». Tanto los periodistas como los
activistas se han servido de este eslogan para designar una amplia
gama de posiciones. Si bien el término «derechos de los animales»
constituye un a forma rápida para llamar la atención hacia la
condición de los animales, de forma parecida a la función del
término «derechos de la mujer» hace un par de décadas, en
realidad se refiere a una posición filosófica muy específica.
Quien expresó de manera mas elocuente la idea de que los animales
tienen derechos fue Tom Regan en su libro The case for animal
rights.
Muy resumida, la concepción
de Regan dice así: sólo tienen derechos los seres con un valor
inherente. Un valor inherente es el valor que tienen los individuos
independientemente de su bondad o utilidad para con los demás y los
derechos son las cosas que protegen este valor. Sólo los titulares
de una vida tienen un valor inherente. Sólo los seres conscientes de
sí mismos, capaces de tener creencias y deseos, sólo los agentes
deliberados que pueden concebir el futuro y tener metas son titulares
de una vida. Regan cree que básicamente todos los mamíferos
mentalmente normales de un año o más son titulares de una vida y
por lo tanto tienen un valor inherente que les permite tener
derechos.
Los derechos que tienen
todos los titulares de una vida son derechos morales, que no deben
confundirse con los derechos legales. Los derechos legales son el
producto de leyes, que pueden variar de una sociedad a otra (véase
el artículo 22, «Los derechos»). Por otra parte, se afirma que los
derechos morales pertenecen a todos los titulares de una vida
independientemente de su color, nacionalidad, sexo y, según Regan,
también de la especie Así pues, cuando se habla de derechos de los
animales no se esta hablando del derecho de voto de una vaca, del
derecho de un proceso justo de un cerdo de Guinea, o del derecho a la
libertad religiosa de un gato (tres ejemplos de derechos legales que
tienen los adultos en los Estados Unidos), sino del derecho de un
animal a ser tratado con respeto como individuo con valor inherente.
Según Regan, todos los
seres que tienen un valor inherente lo tienen por igual. El valor
inherente no puede ganarse obrando de manera virtuosa ni perderse
obrando perversamente. Florence Nightingale y Adolf Hitler, en virtud
del hecho de que eran titulares de una vida, y sólo de este hecho,
tenían igual valor inherente. El valor inherente no es algo que
pueda aumentar o disminuir en razón de moda o caprichos, de la
popularidad o los privilegios.
Si bien esta posición es
igualitaria y respeta el valor de los individuos, no proporciona
ningún principio rector para obrar en los casos de conflicto de
valores. Pensemos en el siguiente ejemplo, que menciona el propio
Regan: «imaginemos que hay cinco supervivientes en una barca. Debido
a los límites de tamaño, la barca sólo puede acoger a cuatro.
Todos pesan aproximadamente lo mismo y ocuparían aproximadamente la
misma cantidad de espacio. Cuatro de los cinco son seres humanos
adultos normales, y el quinto es un perro. Hay que echar a uno por la
borda o bien perecerán todos. ¿Quién debe ser éste? (Regan, 1983,
pág. 285). Regan afirma que debería ser el perro, porque aduce que
«ninguna persona razonable negaría que la muerte de cualquiera de
los cuatro humanos sería una pérdida prima facie mayor, y por lo
tanto un daño prima facie mayor, que la pérdida del perro». La
muerte del perro, en resumidas cuentas, aunque es un perjuicio, no es
comparable al perjuicio que ocasionaría para cualquiera de los
humanos. Lanzar por la borda a cualquiera de los humanos, para
exponerse a una muerte segura, sería ocasionar a ese individuo un
mal mayor (es decir a ese individuo le causaría un daño mayor) que
el daño que se haría al perro si se lanzara éste por la borda.
Regan va más lejos y sugiere que esto sería así si la elección
tuviese que hacerse entre los cuatro humanos y cualquier número de
perros. Según él, «la concepción de los derechos implica además
que, dejando a un lado consideraciones especiales, deberían lanzarse
por la borda un millón de perros y salvarse a los cuatro humanos»
(págs. 324-5).
Regan afirma que se hace más
mal a un ser humano al matarle que a un perro, sea cual sea el perro
o el humano. Si bien es verdad que los humanos pueden aspirar a cosas
inasequibles para los animales, como encontrar la curación del SIDA
o contener el efecto invernadero, no es obvio que el valor de estas
aspiraciones tenga un papel moralmente relevante a la hora de
determinar la gravedad del daño que constituye la muerte. Por
ejemplo, si soy lanzado por la borda antes de llegar a casa a
escribir la obra que tan a menudo sueño con escribir o bien se mata
a un perro antes de que éste consiga dar una vuelta más por el río,
ambos vemos coartados nuestros deseos y coartados en igual medida, es
decir, totalmente. Sólo puedo decir que yo resulto peor parado
porque se considera que escribir una obra es más importante que
correr por el río. Pero con seguridad no es más importante para el
perro. El deseo que tiene una persona en cumplir sus objetivos es
presumiblemente el mismo que el del perro, aun cuando sus objetivos
sean muy diferentes. Como lo ha expresado Dale Jamieson, «la muerte
es el gran igualador... negro o blanco, hombre o mujer, rico o pobre,
humano o animal, la muerte nos reduce a todos a nada» Jamieson,
1985).
La
concepción de los derechos de Regan plantea sus problemas. Es una
concepción que o bien debe dejarnos paralizados a la hora de tomar
decisiones duras u obligarnos a contradecirnos al mantener que todos
somos iguales pero en determinados casos algunos seres son más
iguales que otros. Su concepción intenta mantener el valor del
individuo lejos de cualquier consideración de la valía o utilidad
de ese individuo para los demás. Sin embargo, en su intento de
minimizar el impacto que tienen sobre el individuo las exigencias de
promover «el mayor bien» o el «bienestar», Regan no proporciona
una prescripción para obrar congruente.
3.
El utilitarismo
Una posición utilitaria no
tiene en cuenta el valor igual de todos los seres y por ello no nos
deja en imposibilidad de elegir en las situaciones de conflicto. No
obstante, el utilitarismo es una posición igualitaria. Un
utilitarista afirma que en cualquier situación hay que considerar
por igual los intereses iguales de todos los seres afectados por una
acción. La igualdad que es importante para esta concepción no es el
trato igual de los individuos per se sino la igual consideración de
sus capacidades de experimentar el mundo, la más fundamental de las
cuales es la capacidad de sufrir (véase el artículo 20, «La
utilidad y el bien»).
El padre del utilitarismo,
Jeremias Bentham, a finales del siglo XVIII, lo exponía de este
modo:
Llegará el día en que el
resto del mundo animal pueda adquirir aquellos derechos que nunca
pudo habérseles despojado sino por la mano de la tiranía. Los
franceses ya han descubierto que el color negro de la piel no es
razón para abandonar a un ser humano sin más al capricho de un
torturador. Quizás llegue un día a reconocerse que el número de
pitas, el vello de la piel o la terminación del sacro son razones
igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensible al mismo
destino. ¿Qué otra cosa debería trazar la línea insuperable? ¿Es
acaso la facultad de razonar o quizás la facultad de discurrir?
Pero un caballo o un perro maduro es sin duda un animal más
racional y sensato que un bebé de un día o una semana, o incluso
de un mes. Pero supongamos que fuera de otro modo: ¿qué
importaría? La pregunta no es ¿pueden razonar?, ni ¿pueden
hablar?, sino ¿pueden sufrir? (Introduction to the
principles of moral and legislation, cap. 17, nota).
Al igual que la concepción
de los derechos, una posición utilitarista no permite que actitudes
arbitrarias o con prejuicios influyan en los juicios morales. Se
tienen en cuenta todos los intereses iguales, independientemente del
color de la piel, el sexo o la especie del titular del interés. Como
ha señalado Peter Singer, «si un ser sufre, no puede haber
justificación moral para negarse a tener en cuenta ese sufrimiento.
Sea cual sea la naturaleza del ser, el principio de igualdad exige
que su sufrimiento sea considerado por igual que el sufrimiento igual
-en tanto en cuanto puedan realizarse comparaciones aproximadas- de
cualquier otro ser» (Singer, 1979, pág. 50).
La posición utilitaria
sirve muy bien cuando la cuestión moral planteada supone tomar una
decisión que va a causar dolor o a producir placer. Si un tirano
malvado fuerza a uno a decidir entre pegar a nuestra madre o sacar un
ojo a nuestro gato, el utilitarista pegaría a su madre y así
produciría la menor cantidad de sufrimiento en igualdad de
condiciones. Hay que señalar que el principio de minimizar el dolor
y maximizar el placer no se aplica sólo al sufrimiento físico, sino
que también debería tenerse en cuenta cuando está en juego el
dolor o el placer psicológico, aunque sin duda ésto es más difícil
de determinar. Pero el utilitarista se ve en apuros cuando se trata
de matar. Volvamos al bote de Regan, esta vez ocupado por
utilitaristas, para ver qué sucede.
Para un utilitarista el caso
del bote salvavidas resulta muy complejo. Dado que las decisiones
deben basarse en toda una serie de consideraciones, hay que aclarar
el ejemplo antes de proseguir. El arrojar a cualquiera de los
pasajeros por la borda puede tener efectos sobre terceras personas
que no están presentes, como sus familiares y amigos. Como un
utilitarista debe tener en cuenta el dolor o sufrimiento de todos los
afectados, y no sólo el de los presentes, tendremos que suponer que
los supervivientes del bote han perdido a todos sus amigos y
familiares en la catástrofe que les llevó a su situación actual.
De este modo, el único ser afectado por el acto es el ser que es
arrojado por la borda. También tendremos que suponer que quien es
arrojado por la borda va a morir por una inyección letal antes de
ser arrojado al océano. La muerte de nadie será más larga o
dolorosa que la de cualquier otro.
Para un utilitarista
clásico, la respuesta es bastante clara. Debe arrojarse por la borda
al ser que es menos feliz ahora y que no tiene probabilidades de ser
particularmente feliz a lo largo de su vida. Como por lo general se
satisface con facilidad a los perros, esto podría significar que
habría que arrojar por la borda a uno de los humanos. Lo que al
utilitarista le importa no es la especie de aquellos seres capaces de
contribuir a la felicidad general del universo moral sino la cantidad
que pueden aportar. En esta situación nos vemos forzados a reducir
el placer total del universo eliminado a uno de los pasajeros de la
barca. Para minimizar la pérdida general de felicidad debería
lanzarse por la borda el ser con más probabilidades de llevar una
vida no feliz.
La mayoría de las personas,
incluso los que se consideran utilitaristas, no podrán digerir
fácilmente esta decisión. En realidad, es precisamente este tipo de
análisis el que ha dado lugar a teorías como la de Regan. Sin
embargo, Singer defiende una versión más elaborada del
utilitarismo, a saber, el utilitarismo de la preferencia, que intenta
dejar de lado esta desagradable conclusión. Singer afirma que los
seres humanos conscientes de sí mismos y racionales pueden tener una
preferencia especifica por seguir vivos. El matar a los humanos que
van en la barca entraría claramente en conflicto directo con esta
preferencia. No está claro que los perros tengan preferencias
diferenciadas por seguir con vida, aunque pueden tener otras
preferencias que exigirían seguir con vida para verse satisfechas.
La conclusión a la que podría llegar un utilitarista «ilustrado»
es similar a la conclusión a que llega Regan, pero sus razones son
muy diferentes.
Este acuerdo en la práctica
no es raro. Quienes concuerdan con el argumento de los derechos y
también quienes suscriben el utilitarismo no comerán animales, pero
por razones diferentes. Los primeros serán vegetarianos, y quizás
veganos (los que evitan todos los productos animales, incluida la
leche y los huevos) porque utilizar de este modo a los animales no es
congruente con tratarlos como seres con valor intrínseco. Para una
persona que suscribe la concepción de los derechos, el utilizar a un
animal como un medio para un fin, en este caso como alimento para la
mesa, es una violación del derecho de ese ser a ser tratado con
respeto. Un utilitarista se abstendrá de comer productos animales en
tanto en cuanto el proceso utilizado para criarlos supone un saldo
neto de sufrimiento. Si el animal lleva una vida feliz, libre de
tensiones y natural antes de ser sacrificado sin dolor, el
utilitarista puede no objetar su utilización como alimento.
En el caso de utilizar a los
animales en la experimentación, las conclusiones que se alcanzan
difieren una vez más mucho más en la teoría que en la práctica.
Según Regan, «la concepción de los derechos es categóricamente
abolicionista ... Esto es así tanto cuando se utiliza a los animales
en investigaciones triviales, duplicadas, innecesarias o poco
aconsejables como cuando se utilizan en estudios que albergan una
verdadera promesa de beneficios para los hombres ... Por lo que
respecta al uso de animales en la ciencia lo mejor que podemos hacer
es no utilizarlos» (Regan, 1985, pág. 24). La posición de Singer
es muy diferente. Singer no defendería el abolicionismo en la teoría
porque «en circunstancias extremas, las respuestas absolutistas
siempre fracasan... Si un experimento individual pudiese curar una
importante enfermedad, ese experimento sería justificable. Pero en
la vida real los beneficios son siempre mucho más remotos, y muchas
de las veces son inexistentes... No puede justificarse un experimento
a menos que éste sea tan importante que también seria justificable
el uso de un ser humano retrasado» (Singer, 1975, págs. 77-78).
Singer no defiende el uso de
retrasados mentales en la experimentación, aun cuando algunos le han
acusado de suscribir esta idea. Lo que afirma es que es malo decidir
experimentar con animales en vez de con personas de capacidades
similares de comprender su situación si la disposición a
experimentar se basa sólo en el hecho de que el animal es de una
especie diferente. A este sesgo en favor de la propia especie se le
ha denominado «especismo» y se ha considerado moralmente
equivalente al sexismo y al racismo.
Con
la popularización de la cuestión de la liberación animal, la
discriminación basada en la especie ha pasado a ser sinónima de
fanatismo. Esta es una simplificación peligrosa. La discriminación
no siempre es injusta y, de hecho, en algunos casos puede ser
decisiva. Como ha señalado Mary Midgley «nunca es verdad que, para
conocer cómo tratar a un ser humano, hay que averiguar primero a qué
raza pertenece... Pero con un animal es absolutamente esencial
conocer la especie» (Midgley, 1983, pág. 98). La diferencia entre
un africano y un leopardo no es la misma que la diferencia entre un
africano y un esquimal. Flaco servicio hacemos a los animales
incluyéndolos en nuestro ámbito de interés moral si con ello
pasamos por alto sus enormes y maravillosas diferencias respecto de
nosotros, algunas de las cuales pueden ser relevantes en la
deliberación moral.
4.
La simpatía
Regan y Singer afirman que
no es defendible dar más importancia a los intereses de los miembros
de la propia especie. Sugieren que los animales y los humanos
comparten las mismas características moralmente relevantes que
proporcionan a ambos iguales exigencias. En un mundo muy sencillo
esta idea no sería problemática. Pero los animales no son sólo
animales -son el perro Lassie y el gato amigo de la familia; águilas
y conejitos; serpientes y mofetas. De forma similar, los humanos no
son sólo humanos -son amigos y amantes, familiares y enemigos. El
parentesco o la proximidad es un elemento muy importante a la hora de
reflexionar sobre virtualmente todos los rasgos de nuestra vida
diaria. Quizás pueda considerarse santo el negar la realidad de la
influencia de este factor en nuestra toma de decisiones en favor de
alguna abstracción, como por ejemplo la igualdad absoluta, pero
probablemente no es posible para la mayoría de los mortales
enfrentados a decisiones complejas (véase el artículo 28, «Las
relaciones personales»).
Esta atención a la
abstracción no es privativa de la teoría moral. Mucho antes que
Regan y Singer, los filósofos postularon que para que una decisión
sea ética debe ir más allá de nuestras propias preferencias o de
nuestra parcialidad. La ética, se decía, debe ser universal, y la
universalidad sólo puede conseguirse mediante el razonamiento
abstracto (véase el artículo 40, «El prescriptivismo universal»).
Si uno valora la vida de un ser que puede disfrutar de la vida, debe
valorar de igual modo toda vida de seres idénticos. Como dice Regan,
«sabemos que muchos -literalmente, miles de millones- de estos
animales son titulares de una vida en el sentido explicado y tienen
así un valor inherente. Y como para llegar a la mejor teoría de
nuestros deberes para con los demás hemos de reconocer nuestro
inherente igual interés como individuos, la razón -no el
sentimiento ni la emoción- nos obliga a reconocer el igual valor
inherente de estos animales y, con ello, su igual derecho a ser
tratados con respeto» (Regan, 1985, págs. 23-24).
En el prólogo de su
libro Animal liberation, Singer describe la
justificación de la oposición a los experimentos nazis y a los
experimentos con animales como «una apelación a principios morales
básicos que todos aceptamos, y la aplicación de estos principios a
las víctimas de ambos tipos de experimentos es una exigencia de la
razón, no de las emociones». Obviamente la razón ha desempeñado
un enorme papel en las discusiones de la moralidad en general y en
particular en las discusiones relativas a la forma de aplicar
principios morales a los animales. Si la razón fuese el único
motivador de la conducta ética, podríamos preguntarnos por qué hay
personas que conocen el razonamiento de la obra de Singer, por
ejemplo, y que sin embargo siguen comiendo animales. Si bien muchos
han sugerido que obrar racionalmente supone obrar moralmente, la
razón es sólo uno de los elementos en la toma de decisiones. Aun
cuando a menudo se descarta, la emoción también desempeña un papel
decisivo. Los sentimientos de ultraje <~ repulsa, de simpatía o
compasión son importantes para el desarrollo de una sensibilidad
moral completa. Como ha indicado Mary Midgley, «los verdaderos
escrúpulos, v eventualmente los principios morales, surgen de este
tipo de materia prima. Sin él no existirían» (Midgley, 1983, pág.
43) (véase también la discusión del papel de la razón en la
moralidad en el artículo 14, «La ética kantiana», y en el
artículo 35, «El realismo»).
Consciente de que otros
defensores de la liberación animal evitan las apelaciones a la
simpatía, John Fisher sugiere que si se descuida el poderoso papel
que tiene la simpatía puede socavarse el proyecto mismo de incluir a
los animales en la comunidad moral. Fisher afirma que la simpatía es
fundamental para la teoría moral porque ayuda a determinar quiénes
son los receptores adecuados del interés moral. Fisher sugiere que
aquellos seres con los que podemos simpatizar deben ser objeto de
consideración moral. Presumiblemente, la forma de tratar a estos
seres estaría en función de nuestra capacidad de simpatizar con
ellos (Fisher, 4987).
Al defender la inclusión de
los animales en el ámbito moral sobre la base de la razón, y no de
las emociones, los filósofos están perpetuando una innecesaria
dicotomía entre ambas. Sin duda es posible que pueda no ser
moralmente defendible una decisión basada sólo en las emociones,
pero también es posible que una decisión sólo basada en la razón
pueda ser objetable. Una forma de superar el falso dualismo entre
razón y emoción es abandonando el ámbito de la abstracción y
acercándonos a los efectos de nuestras acciones cotidianas. Gran
parte del problema que plantea la actitud de muchos hacia los
animales deriva de su alejamiento de éstos. Nuestra responsabilidad
por nuestras acciones ha estado mediatizada. ¿Quiénes son estos
animales que sufren y mueren a fin de que yo pueda comer un asado? Yo
no les privo de movimiento y confort; yo no les despojo de sus crías;
yo no tengo que mirar en sus ojos cuando les corto el cuello. La
mayoría de las personas están al abrigo de las consecuencias de sus
actos. Las granjas industriales y los laboratorios no son
frecuentados por muchas personas. La simpatía que pueden tener
naturalmente las personas hacia un ser que sufre, unidas a principios
morales razonados, probablemente animarían a muchos a objetar la
existencia de estas instituciones. Si bien no es posible que todos
experimenten directamente el efecto de cada una de sus acciones, no
hay razón para no intentarlo. Como sugiere la teórica feminista
Marti Kheel, «en nuestra sociedad compleja moderna podemos no llegar
a experimentar plenamente el efecto de nuestras decisiones morales, y
sin embargo podemos intentar experimentar emocionalmente lo más
posible el conocimiento de este hecho» (Kheel, 1985).
Si bien hay diferentes
principios filosóficos que pueden contribuir a decidir cómo debemos
tratar a los animales, todos ellos comparten algo que está fuera de
discusión: no debemos tratar a los animales del modo en que nuestra
sociedad los trata actualmente. Rara vez nos enfrentamos a decisiones
como la del bote salvavidas; nuestras elecciones morales no suelen
plantearse en situaciones extremas. Sencillamente no es verdad que yo
vaya a sufrir mucho si me privo de un abrigo de piel o de una pierna
de cordero. Virtualmente ninguno de nosotros se verá obligado a
elegir entre nuestro bebé y nuestro perro. El ámbito hipotético es
un ámbito en el que podemos aclarar y refinar nuestras intuiciones y
principios morales, pero nuestras elecciones y el sufrimiento de
miles de millones de animales no son hipotéticos. Se tracen como se
tracen las líneas, no hay razones plausibles para tratar a los
animales de otro modo que como seres dignos de consideración moral.
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