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martes, 13 de septiembre de 2011

DECRECIMIENTO


Desacreditado ya el concepto de “desarrollo sostenible”, su lugar ha sido ocupado –en el imaginario de buena parte del movimiento ecologista, de los restos del movimiento antiglobalización e incluso en sectores de la izquierda política– por el de “decrecimiento”. Una palabra mágica, un eslogan poderoso, un ariete contra la idea del crecimiento ilimitado todavía vigente en las sociedades occidentales. Un concepto que
atrae a los jóvenes que pululan por los movimientos. También un concepto que tiene detractores, que le reprochan no ser más que una artimaña para cambiar algunas cosas sin que en realidad cambie nada, al menos nada sustancial.

DECRECIMIENTO
Un debate abierto
DOSSIER DECRECIMIENTO
Dossier coordinado por Patrick Eser
Sea como fuere, hay que convenir al menos en que el diagnóstico que se hace desde el decrecimiento –y no sólo desde él– es acertado: el mundo no puede seguir así. No es posible seguir destruyendo el planeta como impunemente lo estamos haciendo: pagaremos un precio muy alto, nosotros y sobre todo las generaciones que nos sigan. Hasta ahí, todos de acuerdo; el problema empieza cuando se trata de proponer cuándo y cómo se decrece, y en qué marco se hace.
Según los decrecentistas el reto estaría en vivir mejor con menos. Pero que formas de vida bastante snob, como el “slow food” –un contraconcepto gastronómico contra el fast-food entre producción regional y ecológica y cocina Gault-Millau– puedan adherirse a este lema muestra muy bien la vaguedad del imaginario del decrecimiento. Los defensores del decrecimiento argumentan, entre otras muchas cosas, que para evitar las crisis que podrían derivarse del crecimiento negativo y para conseguir que nadie fuera excluido, el proceso de decrecimiento debe combinar simultáneamente una reducción del consumo, una reducción de
la producción y el reparto del trabajo (y no sólo de éste). Sus detractores preguntan cómo puede hacerse eso sin salir del sistema y sin que se produzca una debacle económica que arrastre a la mayor parte de la población a la pobreza. Los defensores del decrecimiento creen que de todas formas, por las buenas o por las malas, llegará un momento que a Occidente no le quedará otro remedio que decrecer. Sus detractores creen que para ese viaje no hacía falta alforja alguna (y aquí nos referimos, obviamente, a los que critican el decrecimiento desde un planteamiento de salida necesaria del capitalismo). Algunos defensores del decrecimiento creen que este puede implantarse suavemente, flexiblemente, alcanzando un consenso con los poderes fácticos. Pero otros creen que esa es una idea ingenua, y que el capitalismo lleva en su esencia
la idea de un necesario desarrollo perpetuo, exigencia imprescindible del modo de acumulación capitalista.
El debate, por tanto, está abierto.
Sólo en este 2009, se han publicado ya en España al menos cuatro libros sobre el tema: de Serge Latouche, Decrecimiento y Posdesarrollo. El pensamiento creativo contra la economía del absurdo (en El Viejo Topo) y Pequeño tratado del decrecimiento sereno (Icaria). De Nicolas Ridoux, Menos es más. Introducción a la filosofía del decrecimiento (Los libros del Lince). De Carlos Taibo, En defensa del decrecimiento: sobre
capitalismo, crisis y barbarie (Catarata). Probablemente en los meses próximos aparecerán algunos más. Existen además, distintas redes sociales consagradas a difundir las teorías decrecentistas, redes que se incrustan en los movimientos sociales alternativos y que tienen un gran poder de atracción entre los jóvenes movimentistas.

Para debatir sobre esta idea, novedosa para algunos y algo menos para otros, El Viejo Topo ha reunido a ocho personas:
Carlos Taibo,
  Joaquín Sempere,
     Miguel Amorós,
       Anselm Jappe,
         Miren Etxezarreta,
           Jorge Reichmann,
             Jose Iglesias y
                Giorgio Mosangini.
 Los ocho abordan la cuestión desde puntos de vista bien diferenciados, cuando no claramente opuestos, demostrando en sus intervenciones que se trata de un debate vivo y, por encima de todo, necesario■


Carlos
TAIBO
Entrevista

¿A qué atribuye usted el “boom” del discurso sobre el
decrecimiento?
—Las razones son fundamentalmente dos. La primera remite a una cuestión empírica insoslayable: vivimos en un planeta de recursos limitados, y eso hace que nos veamos en la obligación de descartar cualquier horizonte de crecimiento sin límites. Está claro, por lo demás, que hemos dejado atrás las posibilidades medioambientales y de recursos que la Tierra nos ofrece, y que eso configura un legado dramático para las generaciones venideras. Por si poco fuera todo lo anterior, ya sabemos que el crecimiento no genera cohesión social, provoca agresiones medioambientales a menudo irreversibles, facilita el agotamiento de recursos y permite que se asiente entre nosotros un modo de vida literalmente esclavo.
La segunda razón nos recuerda que en un momento de crisis como el actual, en el que la incertidumbre y la zozobra se extienden por todas partes, cada vez es más necesario procurar respuestas que abran otros horizontes. Y la del decrecimiento es sin duda, en el Norte opulento, una de ellas. No sólo por lo que nos dice en sí misma, sino también por lo que implica en materia de reorganización de nuestras sociedades
sobre la base de reglas distintas entre las que se encuentran la redistribución de los recursos, la primacía de la vida social, el ocio creativo, el reparto del trabajo, la reducción del tamaño de muchas infraestructuras, el relieve cada vez mayor que debemos otorgar a lo local frente a lo global o, en fin, la sobriedad y la simplicidad voluntaria.
—¿Cómo se sitúa usted en los debates actuales?
—Defiendo con rotundidad un programa de decrecimiento que, asentado en reglas como las que acabo de mencionar, es formal y materialmente anticapitalista. Aunque entiendo, por lo demás, que la palabra decrecimiento arrastra problemas, me parece que en el estadio actual tiene una virtud nada despreciable: la de configurar un genuino aldabonazo, que en su radicalidad contestataria pone delante de nuestros ojos la inmundicia y los mitos que rodean al crecimiento que nos venden por todas partes. Al margen de lo anterior, creo que el mejor indicador de que la palabra decrecimiento es la más adecuada para retratar lo que defendemos la aporta el hecho de que no suscita, en la calle y en los movimientos de base, esa impresión negativa que algunas personas, legítimamente, le atribuyen. Antes al contrario, una de las sorpresas agradables de los últimos meses es el hecho de que el proyecto correspondiente no sólo es defendido, entre nosotros, desde el ecologismo radical y el mundo libertario: a él empiezan a sumarse sectores
de lo que llamaré, con imperdonable ligereza, la izquierda tradicional, esto es, y para entendernos, el mundo de los partidos comunistas. Me parece, en fin, muy llamativo que el proyecto del decrecimiento empiece a suscitar atención en determinados circuitos que se mueven en países del Sur, y singularmente, hasta donde llega mi conocimiento, en América Latina.
—¿Cómo y en qué sentido supera la crítica decrecimentista
la crítica clásica-marxista de la acumulación del capital y
sus efectos?
—Prefiero darle a la pregunta un sentido general, y subrayar que es evidente que muchas de las formulaciones canónicas de Marx se ven hoy lastradas por un hecho principal: Marx apenas fue consciente de un problema que antes mencioné, como es el de los límites medioambientales y de recursos del planeta.
Por decirlo de otra manera: hoy Marx no escribiría El Capital en los mismos términos en los que lo hizo en la segunda mitad del siglo XIX. Pero, y ojo, conviene subrayar cuantas veces sea preciso que la necesidad, insorteable, de señalar carencias evidentes en la obra de un Marx a menudo embaucado por pulsiones
productivistas y desarrollistas no puede conducir a una conclusión tan común como lamentable: la de que hay que tirar por la borda toda la obra de aquél. No sería razonable, en otras palabras, prescindir de la crítica marxiana del trabajo asalariado y de la mercancía, de la explotación y del propio capitalismo, que a mi entender se mantiene perfectamente viva. Nuestra tarea, hoy, consiste en avanzar en una contestación del capitalismo que otorgue el mismo relieve a su dimensión de injusticia y a su condición de sistema permanentemente agresivo con la naturaleza.
—¿El sujeto del cambio que propone el decrecimiento es el
consumidor? ¿Cree que es posible, incluso a medio plazo,
conseguir en esta sociedad occidental el cambio necesario
de la vida cotidiana y del modo de consumo?
—Es el consumidor, pero es también el productor. En cualquier caso, éste es acaso nuestro problema principal: cómo conseguir que una parte significativa de la ciudadanía cuestione abiertamente el imaginario del crecimiento en la producción y en el consumo. No creo, sin embargo, que la tarea sea inabordable. A mi entender cada vez son más evidentes los signos de que el crecimiento económico tiene, en las sociedades
opulentas, poco o nada que ver con la felicidad de las gentes. No sólo eso: la crisis en curso, aunque bien puede servir de estímulo para ambiciosas e inmorales operaciones de amedrentamiento de la ciudadanía, abre ventanas interesantes en la medida en que coloca delante de los ojos muchos de los elementos de sinrazón de los sistemas que padecemos. Por todo ello confío en que, además de los efectos de la reflexión
y la acción de movimientos que apuesten por el decrecimiento, asistamos incipientemente a la manifestación
de conductas que, no necesariamente ideologizadas ni particularmente conscientes, reflejen el peso de una reacción espontánea ante esa sinrazón de la que hablaba.
—El ecologismo no es un fenómeno nuevo dentro del
mundo tardo-capitalista. Pero ¿puede hablarse de un fracaso
de los movimientos ecologistas más significativos, tras su
“normalización” institucional y la pérdida de impulsos críticos
(como se puede ver en la historia del partido de los
verdes / Die Gruenen en Alemania)?
—Debe hablarse, sí, de una integración en el sistema de una parte de los viejos movimientos ecologistas, y en singular de la mayoría de los que confluyeron en los partidos verdes. La razón principal al respecto ha sido, a mi entender, el general designio de dejar de lado la contestación efectiva del capitalismo. Así las cosas, la actividad de la mayoría de esos partidos era difícil de entender: contestaban muchas de las agresiones contra el medio sin contestar en paralelo el sistema que las promovía.
Es lícito preguntarse, con todo, si la propuesta del decrecimiento no puede seguir un camino paralelo y asumir una lamentable absorción en la lógica del capitalismo. Sospecho que en este caso esa integración es mucho más difícil. Si, por un lado, el capitalismo a duras penas puede resistir un horizonte que no implique, al menos en intención, el crecimiento permanente en la producción y en el consumo, por el otro estoy cada vez más convencido de que nos hallamos ante una crisis que inevitablemente confirmará lo que por
momentos se nos hace evidente: el capitalismo no está en condiciones de dar respuesta a ninguno de nuestros problemas principales. Aunque, hablando en propiedad, hoy no parece en disposición de resolver, siquiera, sus propios problemas.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia política y de la
Administración en la Universidad Autónoma de Madrid. Este
año ha publicado el libro En defensa del decrecimiento en
Libros de la Catarata.


Joaquín Sempere
 Entrevista
—¿A qué atribuye usted el “boom” del discurso sobre el decrecimiento?
—“Decrecimiento” es un buen eslogan, más radical que “detener el crecimiento” o “crecimiento cero”, y por eso mismo más provocativo. Por este rasgo, resulta un buen banderín de enganche para muchas personas y movimientos que desde hace años, por no decir decenios, vienen criticando una sociedad ecológicamente inviable a medio plazo y, no digamos, a largo plazo; y a la vez para jóvenes que descubren por primera vez que se les ha escamoteado el futuro. De momento, que yo sepa, no aporta mucha cosa nueva. Se habla de
decrecimiento para plantear críticas, propuestas y alternativas que ya estaban formuladas. Pero, repito, tiene el valor de la provocación, y esto es bueno en un contexto social en que un número creciente de personas sospecha que la crisis ecológica va en serio, pero nadie se decide a moverse de las rutinas de siempre y actuar vigorosamente para cambiar el curso de las cosas. En realidad, muchos (sobre todo entre los pensadores y entre quienes toman las grandes decisiones económicas y políticas) están convencidos de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que el crecimiento económico indefinido es posible y que la mejor apuesta de futuro es “más de lo mismo”. Véase, como muestra, de qué manera los amos del mundo responden ante la actual crisis financiera. Entre los más jóvenes, que tal vez descubren ahora la crisis
ecológica, el eslogan “decrecimiento” está siendo un estímulo para vincularse con una entera galaxia de resistentes y opositores al sistema socioeconómico que viene de lejos, y también un estímulo para reflexionar y pasar a la acción. De momento son acciones muy modestas, muy particulares y locales, de cambio en la vida cotidiana. En sí mismo, esto tiene ya un enorme valor, aunque para una mentalidad estrechamente
politicista no lo parezca. Pero estos jóvenes no se limitan a hacer: también reflexionan y organizan debates.
Y así se socializan en un pensamiento alternativo que, de entrada, tiene un valor específico renovador: la convicción de que no basta con proclamar las ideas, sino que hay que vivir de acuerdo con ellas. No sabemos si esta convicción se va a mantener, pero es un buen comienzo para renovar la tan maltrecha política de izquierdas.
—¿Como ve en este contexto las perspectivas de esta renovación
de la «vieja» izquierda? ¿Se trata de proyectos diferentes
o o cree que podrían converger?
—La vieja izquierda debería no sólo aliarse con lo verde, o por lo menos con la «izquierda verde», sino elaborar un proyecto o unas líneas programáticas comunes. Sin esta convergencia, la vieja izquierda corre el riesgo de quedarse reducida a defender unos estrechos intereses corporativos de una parte de los trabajadores de Occidente y condenarse a no jugar ningún papel en el futuro. Por su parte, los verdes, si no
se vinculan a las viejas tradiciones emancipatorias de raíz obrerista, pueden irse convirtiendo en la conciencia ecológica del actual sistema de poder. El riesgo de esta deriva es tan grande que ya se ha producido descaradamente en muchos lugares donde los verdes han tocado poder de Estado. La integración política en el sistema ha sido más fulminante en el caso de los verdes que en la socialdemocracia en su momento, tal vez porque la historia hoy va más deprisa. Un ecologismo que no se proponga desafiar seriamente el capitalismo está condenado a la inoperancia desde el propio punto de vista ecologista, porque
lo que provoca la crisis ambiental es un sistema de acumulación indefinida e irrefrenable de capital. De momento, el hecho de que en el Parlamento europeo haya un grupo «rojo» y otro «verde» muestra que esa convergencia de programa o de proyecto no está a la orden del día. Es una auténtica desgracia. Claro
que las dificultades son inmensas. ¿Cómo decirle a los trabajadores asalariados, ya amenazados por la precariedad y el paro, que habrá que apretarse el cinturón porque la biosfera no da para más? ¿Cómo decirles a cientos de millones de adictos al consumo superfluo que los pobres del Sur también tienen derecho a vivir, y que habría que apretujarse aquí un poco para que ellos puedan comer y lavarse cada día en condiciones aceptables? Pero siendo cierto que hay dificultades, hay que ser valientes y ponerse a imaginar un lenguaje, una filosofía de la vida y unas prioridades que puedan ser asumidas por amplios
sectores. Las poblaciones occidentales tal vez no están totalmente corrompidas todavía por el dinero y las comodidades. En todo caso, hay que apostar por una respuesta radical y a la vez inteligible y aceptable para la gente corriente. La derecha lo tiene más fácil. El berlusconismo y sus distintas variantes europeas agitan el espantajo de la inmigración ante unas poblaciones despolitizadas y adictas al consumismo, y por eso mismo
vulnerables ante un mundo inhóspito e injusto que no comprenden. Y al no comprender, se echan en brazos de cualquiera que parezca desafiar las reglas de una política supuestamente democrática que provoca la náusea. Esa derecha xenófoba y racista no tiene que devanarse mucho los sesos. Le bastan unos cuantos improperios, vulgaridades y hasta obscenidades para desencadenar el aplauso de multitudes inesperadas y el linchamiento de los débiles «de afuera» por parte de una turba de indeseables. Mi postura es que se necesita la mencionada convergencia, de fondo y no ocasional, entre rojos y verdes para pensar una alternativa radical y formular propuestas en la buena dirección. De momento, hay que detener a toda costa la xenofobia antipolítica de esa extrema derecha cada vez más descarada y agresiva. Y si no lo hacemos cuando el sistema ha mostrado su debilidad y su impudicia tan a las claras, ¿cuándo lo haremos? Por favor, no desaprovechemos esta ocasión!
—¿Pero cuál es el verdadero obstáculo para una convergencia
de corrientes críticas rojas y verdes? ¿Sólo los mecanismos
del sistema parlamentario?
—En general los doctrinarismos, sectarismos y personalismos. Es una vieja historia presente desde siempre en los movimientos obreristas, que se reproduce en el ecologismo. Hay otros obstáculos, numerosos, como la incapacidad o falta de voluntad para elaborar conjuntamente estrategias políticas que reúnan las aspiraciones sociales y las ambientales en un proyecto a la vez abierto y unitario. Hay grupos capaces de ligarse a movimientos sociales, y otros que hacen su propia guerra sin contar con los demás. El movimiento alterglobalizador es interesante porque ha conseguido unos niveles considerables de coordinación, unidad y respeto por todas las opciones. Se dice que es inoperante por su extrema variedad interna, pero en estos momentos va por buen camino. Tal vez sea la plataforma existente con más potencialidades. Le falta, por supuesto, coherencia en las aspiraciones y en los métodos de trabajo, pero materializa, aunque sea de manera frágil e insegura, una unidad antisistema que es la clave para lograr algo. El sistema parlamentario es un obstáculo porque son muchos los que quieren estar los primeros en las listas electorales. Pero lo peor no es la ambición personal y los intereses personales de quienes se profesionalizan como políticos, sino su incapacidad para vincularse con la gente de la calle y con los movimientos existentes en la sociedad civil de
los distintos países. La experiencia muestra que es difícil prescindir de la profesionalización. A lo mejor la solución sería establecer unas reglas muy prescriptivas sobre las responsabilidades y los deberes de los representantes electos respecto de sus electores y la sociedad civil de sus países.
—¿No ve ahí un rechazo a afrontar problemas sociales actuales
y que están quemando, como la supresión de derechos
sociales, por ejemplo en el mundo del trabajo?
—Yo no diría tanto. Más que rechazo hay debilidad (por falta de una base movilizada) y falta de audacia e imaginación. Todos defienden de palabra los derechos sociales, y en el Parlamento europeo se rechazó la directiva de las 65 horas. Pero han interiorizado la derrota más allá de lo razonable. Ni unos ni otros saben aprovechar la crisis actual porque se sienten aún derrotados e impotentes. Supongo que bastantes dan prioridad a su pervivencia en sus cargos por encima de la misión que se supone que les corresponde cumplir.

Joaquín Sempere es profesor de Sociología en la Universidad
de Barcelona. Recientemente ha publicado el libro Mejor
con menos: necesidades, explosión consumista
y crisis ecológica (Ed. Crítica).


Miguel
Amorós
Entrevista


—¿A qué atribuye usted el “boom” del discurso sobre el decrecimiento?
—Decir “boom” es excesivo. En parte obedece a un rasgo típico de la sociedad de masas como es la moda. Pero profundizando más diríamos que la ideología del decrecimiento llega tras el fracaso de la ideología precedente, la “alterglobalización” y a la falacia evidente de su fundamento económico, el
“desarrollo sostenible”. El deterioro del planeta y la descomposición de la clase media ha sido tan contundente que los seudomovimientos apoyados en ella no pueden conformarse con una simple reconversión ecologista de la producción capitalista y reclaman la protección de la economía marginal
gracias a la cual sobrevive el sector de la población excluido del mercado.
—¿En qué medida la alterglobalización era un seudomovimiento
de las clases medias? ¿Puede precisar este aspecto socioestructural
también respecto al decrecimiento?
—Yo precisaría de las clases medias en descomposición. La alterglobalización fue la primera respuesta de algunos sectores perdedores ante la mundialización de la economía: la burocracia sindical y política, los intelectuales orgánicos, los estudiantes, los funcionarios, los profesionales, los cuadros medios, los pueblerinos ilustrados de las plataformas, etc. Una especiede lumpenburguesía, partidaria del retorno a las condiciones capitalistas de la postguerra mediante el refuerzo del Estado.Digo seudomovimiento porque jamás los alterglobalizadores quisieron moverse, a no ser contra las minorías que practicaban la violencia contra los edificios institucionales y las sedesempresariales o financieras. Como buenos ciudadanos que
van a votar y respetan el statu quo solamente pretendían dialogarpara convencer a los dirigentes políticos e industriales “del Norte” de las bondades de sus propuestas, muchas de las cuales podíamos leer en Le Monde Diplomatique. En los últimos diez años, los avances de la globalización han sido tan feroces, sus efectos sobre el territorio tan tremendos y el desclasamiento tan acentuado, que los restos de esos seudomovimientos se han visto obligados a asirse a ideologías más elaboradas como la del decrecimiento, pero las tácticas y las intenciones son las mismas. No por casualidad Le Monde Diplomatique se ha pasado a esa moda.
—¿Cree que a la diagnosis del cambio necesario que postula
el decrecimiento le falta la radicalidad política que implica
una conflictividad social y de clase?
—Ahora que hay decrecimiento, o recesión (en terminología capitalista), si nos atenemos a lo que dice el ideólogo más conspicuo en estas tierras, el profesor Martínez Alier, en realidad se trataría solamente de integrar el coste de la degradación ambiental en el precio final de las mercancías; ese sería el principal cambio, un régimen económico que él mismo bautiza como “keynesianismo verde”. Para esto no se necesitan radicalismos, ni mucho menos conflictos, sino buenas relaciones institucionales y sobre todo, un poderoso aparato estatal que aplique un “new deal” ecológista. Los decrecentistas son enemigos de la radicalización de las luchas antidesarrollistas y en defensa del territorio, cuando no ajenos a ellas, puesto que
quieren ser recibidos en los despachos del poder. Sus “buenas” intenciones son esas.
—¿No piensa que desde el discurso decrecentista podría nutrirse
una praxis capaz de enfrentarse seriamente al sistema
productivo actual? ¿De dónde pueden surgir estímulos para
esta necesaria radicalización de los debates y “luchas antidesarrollistas”?
—Yo señalaría las luchas en defensa del territorio como las que mayores posibilidades tienen de plantear la cuestión social en los términos más verídicos y actuales, es decir, como cuestión que engloba todos los aspectos de la vida, siendo el entorno lo central. Pero los conflictos territoriales provocados por el desarrollismo (por el crecimiento) han de dejar toda la basura de “la nueva cultura del territorio” y del “no en mi patio trasero” y aceptar de una vez por todas el hecho de que es imposible una fórmula que compatibilice la integridad territorial, la vida sin apremios mercantilistas y el capitalismo más o menos regulado por el Estado. Nada puede preservar el territorioy garantizar una vida libre si éste no escapa a la economía, si no sale del mercado. Si sus habitantes no acaban con el sistema capitalista. Toda la lucha antidesarrollista, la auténtica lucha de clases moderna, ha de afrontarse desde esa perspectiva.

Miguel Amorós es historiador y un analista social no académico.
Entre otros libros, es autor de Durruti en el laberinto (Virus editorial)


Anselm Jappe
Entrevista


—¿A qué atribuye usted el “boom” del discurso sobre el
decrecimiento?
—En realidad, la parte del público que actualmente es sensible al discurso del decrecimiento es aún bastante restringido. Sin embargo, esta parte está creciendo. Ello refleja una toma de conciencia frente a los desarrollos más importantes de los últimos decenios: sobre todo la evidencia que el desarrollo del capitalismo nos arrastra hacia una catástrofe ecológica y que no serán unos nuevos filtros o unos coches menos contaminante los que resolverán el problema. Hay un recelo difuso incluso respecto a la idea de que un desarrollo económico perpetuo sea deseable y al mismo tiempo una insatisfacción con las críticas al capitalismo que reprochan esencialmente su distribución injusta de la riqueza o solamente sus excesos, como
las guerras y las violaciones de los “derechos humanos”. El interés por el concepto de decrecimiento traduce la impresión creciente de que es toda la dirección del viaje emprendido por nuestra sociedad la que es falsa, por lo menos desde hace unos decenios. Y que estamos ante una “crisis de civilización“, de todos su valores, también en el nivel de la vida cotidiana (culto al consumo, la rapidez, la tecnología etc.).
Hemos entrado en una crisis que es económica, ecológica y energética al mismo tiempo y el discurso sobre el decrecimiento considera todos estos factores en su interacción en vez de querer reactivar el crecimiento con “tecnologías verdes”, como lo hace una parte del ecologismo, o de proponer una gestión diferente de la sociedad industrial, como lo hace una parte de la crítica heredera del marxismo.
El decrecimiento gusta también porque propone modelos de comportamiento individual que se pueden empezar a practicar hoy y aquí, pero sin limitarse a ellos, y porque redescubre virtudes esenciales como la convivialidad, la generosidad la sencillez voluntaria y la donación. Pero atrae igualmente por su rostro amable, que hace creer que se puede alcanzar un cambio radical con un consenso generalizado, sin atravesar antagonismos y evitando fuertes enfrentamientos. Se trata de un reformismo que se quiere auténticamente radical.
—¿Cómo se sitúa usted en relación con los debates decrecentistas?
¿Le convencen sus análisis y propuestas?
—El pensamiento del decrecimiento tiene sin duda el mérito de querer romper con el productivismo y el economicismo que constituyeron durante mucho tiempo el fondo común de la sociedad burguesa y de su crítica marxista. La crítica profunda del modo de vida capitalista parece estar, en general, más presente en los decrecentistas que, por ejemplo, en los partidarios del neo-obrerismo, que continúan creyendo que el desarrollo de las fuerzas productivas (particularmente en su forma informática) conducirá a la emancipación
social. Los decrecentistas intentan descubrir elementos de una sociedad mejor en la vida de hoy –a menudo procedentes de la herencia de sociedades precapitalistas, como la actitud frente a la donación. Pues no corren el riesgo, como otros, de apostar por perseguir la descomposición de todas las formas de vida tradicionales y la barbarie que supuestamente prepare un renacimiento milagroso (como por ejemplo la re-
vista Tiqqun y sus sucesores en Francia).El problema es que los teóricos del decrecimiento se pierden en vaguedades en lo que concierne a las causas de la dinámica del crecimiento. En su crítica de la economía política, Marx ya ha mostrado que la sustitución de la fuerza de trabajo humano por el empleo de la tecnología reduce el “valor” representado en la mercancía, lo que empuja al capitalismo a aumentar permanentemente la producción. Son las categorías básicas del capitalismo –el trabajo en abstracto, el valor, la mercancía, el dinero, que no pertenecen en absoluto a todo modo de producción, sino únicamente
al capitalismo– las que engendran su ciego dinamismo. Mas allá del limite externo, constituido por el agotamiento de los recursos, el sistema capitalista contiene desde su inicio un límite interno: la obligación de reducir –a causa de la competencia– el trabajo vivo que constituye al mismo tiempo la única fuente del valor. Desde hace unos decenios este límite parece haber sido alcanzado y la producción del valor “real” fue ampliamente sustituido por su simulación en la esfera financiera. Además, los límites externo e interno empezaban a aparecer a plena luz en el mismo momento: alrededor de 1970. La obligación de crecer es pues consustancial con el capitalismo. El capitalismo solamente puede existir como huida hacia delante y como crecimiento material perpetuo para compensar la disminución del valor. Así, un decrecimiento
verdadero solamente es posible a costa de una ruptura total con la producción de mercancías y del dinero. Pero los “decrecentistas” retroceden generalmente ante esta consecuencia que les puede parecer demasiado “utópica”. Algunos se han adscrito al eslogan: “salir de la economía”. Pero la mayoría permanece en el marco de una “ciencia económica alternativa” y parece creer que la tiranía del crecimiento es solamente una
especie de malentendido que se podría atacar sistemáticamente a fuerza de coloquios científicos que discuten sobre la mejor manera de calcular el PIB. Muchos decrecentistas caen en la trampa de la política tradicional y quieren participar en las elecciones o entregan cartas firmadas dirigidas a parlamentarios. A veces incluso es el suyo un discurso un poco “snob”, con el que los ricos burgueses aplacan su sentimiento de culpa recuperando ostensiblemente las verduras desechadas al cierre del mercado. Y si la voluntad de eludir la división entre izquierda y derecha puede parecer inevitable, hay que preguntarse por qué la “Nueva
Derecha” ha mostrado interés por el decrecimiento, así como preguntarse por el riesgo de caer en una apología acrítica de sociedades “tradicionales” en el Sur del mundo. En pocas palabras, diría que el discurso de los decrecentistas me parece más prometedor que muchas otras formas de la crítica social contemporánea, pero aún queda mucho que desarrollar y sobre todo deben perder sus ilusiones sobre la posibilidad de domesticar a la bestia capitalista sólo con buena voluntad.
—Ha mencionado unos puntos débiles y otros positivos en la
teoría del decrecimiento. Pero, ¿no testimonia el eslogan “salir
de la economía” una cierta ignorancia de la dificultad de
crear islotes de decrecimiento en el capitalismo? Otras formas
de la crítica social contemporánea saben de los procesos
contradictorios dentro de las sociedades capitalistas y de la
importancia de las luchas sociales, un aspecto que parece
subvalorado en el discurso decrecentista. ¿Lo cree así?
—Hay una cierta necedad en creer que el decrecimiento podría convertirse en la política oficial de la Comisión Europea o algo parecido. Un “capitalismo decreciente” sería una contradicción en los términos, tan imposible como un “capitalismo ecológico”. Si el decrecimiento no quiere reducirse a acompañar y justificar el “creciente” empobrecimiento de la sociedad –y este riesgo es real: una retórica de la frugalidad podría dorar la píldora a los nuevos pobres (que pueden llegar a tener que hurgar en el cubo de la basura) y transformar lo que es una imposición en una apariencia de elección–, tiene que prepararse para los enfrentamientos y los antagonismos. Pero estos antagonismos no coinciden ya con los tradicionales, constituidos por la “lucha de clases”. Una superación necesaria del paradigma productivista –y de los modos de vida correspondientes– encontrará resistencia en todos los sectores sociales. Una parte de las “luchas sociales” actuales, en todo el mundo, es esencialmente la lucha por el acceso a la riqueza capitalista,
sin cuestionar el carácter de esta supuesta riqueza. Un trabajadorchino o indio tiene mil razones para reivindicar un mejor salario, pero si lo recibe se comprará probablemente un coche y contribuirá así al “crecimiento” y a sus consecuencias nefastas en los terrenos ecológico y social. Esperemos que las luchas para mejorar la situación de los explotados y de los oprimidos se desarrollen simultáneamente con esfuerzos para superar el modelo social fundado en un consumo individual excesivo. Quizás ciertos movimientos de campesinos en el Sur del mundo van ya en esta dirección, sobre todo si recuperan ciertos elementos de las sociedades tradicionales, como la propiedad colectiva de la tierra, o la existencia de formas de reconocimiento del individuo que no están relacionadas con su fortuna en el mercado.


Anselm Jappe es filósofo. Publicó una monografía sobre Guy
Debord en Anagrama y es colaborador de publicaciones
como Il Manifesto y EXIT!.Enseña estética en la
Academia di belle Arti di frosinone (Italia).



Miren
Etxezarreta
Entrevista


—¿A qué atribuye usted el “boom” del discurso sobre el decrecimiento?
—Me parece que es debido a la gran insatisfacción que siente mucha gente frente a esta sociedad y al interés en encontrar otras vías y formas de vida alternativas, así como la voluntad de participar directamente en la realización de otras formas de sociedad y de vida. En el desencanto de muchas personas en lo que hasta ahora se han presentado como “alternativas” y, en la actualidad, sobre todo con la vida política institucional. En la percepción de nuevos problemas en nuestras sociedades, principalmente en su vertiente ecológica. En la sensación de las grandes limitaciones del concepto y la práctica del “desarrollo sostenible”.
En una resistencia a enfrentar lo que supone realmente en su totalidad una “alternativa” a la sociedad actual. Un análisis débil o inexistente de lo que el “decrecimiento” supone e implica. En el deseo de encontrar soluciones que sean sencillas de aplicar y, sobre todo, que no planteen conflictos de ninguna índole, ni impliquen grandes transformaciones y permitan mantener la mayoría de las formas de vida y organización política de la sociedad actual. Es el deseo de un cambio, parcial y suave. Frente a estos intereses el “decrecimiento” se presenta como una “alternativa” que aparenta ser relativamente sencilla y en la que parece que se puede participar, que se presenta partiendo de la base social profundamente individualizada y con mínimos planteamientos colectivos, que no implica problemas ni conflictos. Parece simple, fácil, amable.
Todo esto conduce al interés, e incluso el entusiasmo por esta fórmula.
—¿Cómo se sitúa usted en los debates actuales?
—Me parece difícil referirse a “los debates actuales”. Tengo la impresión que es un tema que está siendo expandido y popularizado en ciertos ambientes, pero que difícilmente se puede decir que está dando lugar a “debates” informados y rigurosos entre posiciones diversas. De todos modos, sigo con interés y curiosidad estos planteamientos, como sobre cualquier otro tema acerca de lo que ocurre en la sociedad, aunque debo confesar, que a pesar que en el contexto en el que me muevo (Cataluña) es un tema que parece atraer el interés de bastante gente, sobre todo joven, no es uno de los temas prioritarios en mis análisis. No obstante, puedo añadir que respecto al tema me sitúo con bastante preocupación. Como ya he señalado en mi primera respuesta lo percibo como un intento de enfrentar los problemas de la sociedad actual sin intentar penetrar seriamente en las causas de los mismos, ni contemplar en profundidad lo que estos planteamientos suponen. Y me alarma en cierto sentido que esté constituyendo lo que a mi me parece una “pseudo alternativa”, muy superficial en sus planteamientos, que distraiga a quienes quieren trabajar y podrían estar
trabajando por otra sociedad genuinamente alternativa. Dado que mis planteamientos respecto al objetivo de otra sociedad parten explícitamente de la necesidad de una sociedad no capitalista –aspecto que no sólo no queda claramente establecido sino que es obviado en muchos de los planteamientos del decrecimiento– y que el proceso de avanzar hacia dicho objetivo me parece mucho más laborioso y atravesado por las diferencias de poder y el conflicto de lo que parece deducirse del “decrecimiento”, soy muy escéptica respecto a la aportación que estos planteamientos pueden hacer y están haciendo en la necesariamente amplia tarea colectiva de transformación. En la mejor interpretación puede ser bastante superficial, en la más
dura, puede, aunque posiblemente de forma involuntaria, convertirse en una vía de distracción que evita enfrentar la intensa y muy difícil tarea de construir una sociedad no capitalista.
—¿Que posibilidades ve de politizar la sensibilidad ligada la
cuestión ideológica o aún de radicalizarla, de llevarla más allá
de los planteamientos reformistas?
—No me siento capaz de definir qué se puede o no radicalizar. Creo que la evolución hacia unos planteamientos más esenciales (es mi concepto de radicalidad) puede empezar, o no, de cualquier punto o tema según el contexto social general, las circunstancias concretas y los distintos agentes implicados. Me
parece que actualmente en relación con los temas ecológicos el reformismo es una de las líneas mayoritarias, pero no quiero negar sus posibilidades de evolución hacia una percepción más clara de los límites ecológicos y sociales del sistema en el que vivimos. De hecho ya existen corrientes de pensamiento y
personas muy radicales en el marco del ecologismo y otros más reformadores. No es el tema el que conduce a una mayor o menor percepción política sino otros muchos elementos.
—Volvamos al decrecimiento: al final, ¿le parecen los planteamientos
decrecentistas adecuados a la situación actual en el
nivel de la dinámica social y de las relaciones económicas?
—En conjunto, lo que me preocupa de esta situación es, como ya he dicho, que “el decrecimiento” se presenta de una forma muy superficial, sin considerar en absoluto todos los elementos que serían necesarios para avanzar en la dirección de una verdadera alternativa y lo que ésta puede suponer. De un lado, creo que sus planteamientos ignoran una gran parte de las variables significativas para el análisis –la dinámica que impone la acumulación capitalista global, toda la cuestión del poder y de las enormes diferencias del poder de decisión en la sociedad, el papel que juega el crecimiento en el capitalismo, el hecho de que el decrecimiento de verdad sería incompatible con éste, etc., etc. Así como una revisión de las consecuencias que un decrecimiento generalizado tendría si el decrecimiento propugnado se produce sin una destrucción del sistema capitalista, las posibilidades de aparición del conflicto, y más etc. Me parece así mismo una fórmula que para nada estimula los planteamientos de carácter colectivo, social, político (a veces me recuerda “la soberanía del consumidor” de la Economía convencional, donde si cada persona toma una decisión ésta revierte en el bienestar social). Enormemente simple, amable y fácil. Tampoco veo que se propongan planteamientos que profundicen en la realización del propio decrecimiento. ¿Tiene que
crecer todo en la economía indiscriminadamente? ¿No hay diferencias entre el consumo superfluo individual y las necesidades individuales y colectivas básicas? ¿Todo el mundo habrá de “decrecer” (igual el pensionista que vive con 500 euros al mes que quien percibe ingresos superiores a 10.000 euros mensuales)? ¿Cómo se plantea resolver el problema del paro que generará un menor consumo? Personalmente creo que la crítica al trabajo que realiza el decrecimiento es uno de sus aspectos más positivos, pero eso no debe conducirnos a ignorar la dimensión de estos problemas. En mi percepción, una
alternativa al capitalismo requiere plantearse la cuestión de la planificación social de la economía y de la sociedad, de la búsqueda de un modelo de producción (considerando la tecnología moderna) y consumo suficiente, eficiente y ecológico que cubra las necesidades y bastantes deseos de la población sin derroche de recursos materiales ni explotación de los recursos humanos, de la forma en que todo esto puede llevarse a cabo colectivamente (la organización política) sin incurrir en dictaduras ni burocracias, los agentes que querrán y podrán hacerlo, las condiciones que habrá que ir construyendo para ello, y un larguísimo etc. que dista mucho de resolverse con una fórmula amable de consumir y trabajar un poco menos. Una alternativa
al capitalismo se va a enfrentar a enormes poderes económicos y políticos. Requiere un proceso largo, y consciente de su dificultad, que partiendo desde la base sea capaz de concitar un amplio consenso social y organización colectiva. En mi opinión, avanzar en esta tarea requiere mucho más que el decrecimiento.


Miren Etxezarreta es catedrática emérita de Economía Aplicada en la
UAB y miembro destacado del Seminario de Economía Crítica TAIFA,
así como autora de distintos libros y numerosos artículos.



Jorge Reichmann
Entrevista


—¿A qué atribuye usted el “boom” del discurso sobre el decrecimiento?
—El discurso del decrecimiento repite y reformula algunos temas centrales del ecologismo que éste defiende desde hace más de cuatro decenios, comenzando por la idea básica de que nada puede crecer materialmente de forma indefinida dentro de un medio finito. Su atractivo actual se debe, en mi opinión:
 1) al descrédito del concepto de "desarrollo sostenible", del que tanto se ha abusado;
 2) al terrible fracaso del paradigma económico convencional, que abre los ojos y los oídos de la gente hacia    propuestas alternativas;
 y 3) a un fenómeno de moda intelectual, de contagio de ideas, un fenómeno de comportamiento gregario al que los seres humanos somos muy propensos.
—¿Desde el discurso sobre el decrecimiento se puede formular
una alternativa solvente frente a los primeros dos puntos
que ha mencionado?
—Sabemos lo que hay que hacer. A grandes rasgos, se trata de poner límites a la excesiva expansión material de los sistemas socioeconómicos humanos; "descarbonizar" la producción y organizar un sistema energético basado en las energías renovables; cerrar en lo posible los ciclos de materiales; eliminar las sustancias tóxicas, con un enfoque preventivo antes que reparador; avanzar hacia la producción limpia, la química verde, la agroecología, los sistemas de movilidad sostenible basados en el transporte colectivo y en la «creación de cercanía »; recentrar las actividades económicas sobre el territorio, limitando el comercio a larga distancia y erradicando la especulación financiera; orientar el cambio a través de una ecofiscalidad
juiciosa; fomentar una cultura de la austeridad... Yo prefiero hablar de ecosocialismo y de autocontención antes que de decrecimiento. Pero si realmente este último discurso puede desplegar una gran fuerza movilizadora –no me parece en absoluto obvio–, bienvenido sea. En cualquier caso, después de que una de las organizaciones a las que pertenezco y que más respeto y aprecio, Ecologistas en Acción, haya aprobado en su IV Congreso (Valencia, diciembre de 2008) una importante línea de trabajo sobre decrecimiento (con la fórmula de que decrecer es «producir valor, libertad y felicidad reduciendo significativamente la utilización
de materia y energía»), yo no voy a polemizar contra el concepto. Ojalá pueda dar de sí todo lo que sus entusiastas proponentes esperan.
—Aceptar las propuestas del decrecimiento, ¿implica el nacimiento
del consumidor como sujeto político que con un consumo
consciente puede cambiar la economía capitalistadesarrollista?
—Bueno, me parece que eso sería todavía menos novedoso que el decrecimiento... Se trataría más bien de repolitizar la esfera pública y de recordar a los consumidores/as que son por encima de todo ciudadanos/as. Y que han de hacerse cargo de las consecuencias de sus actos, no solamente en la esfera del consumo (que también). En definitiva, sostenibilidad bien entendida y democracia inclusiva (que para mí ha de incluir
también de alguna forma, digámoslo de forma muy sencilla, a las generaciones futuras y a los animales no humanos).


Jorge Riechmann es sociólogo, poeta y ecologista. Autor de numerosos
libros, recientemente ha publicado La habitación de Pascal
(Catarata).




José
Iglesias
Entrevista



—¿A qué atribuye usted el “boom” del discurso sobre el
decrecimiento?
—Pienso que la propuesta del decrecimiento tiene su aceptación entre ciertos grupos porque se mueve entre una buena dosis de palabrería, el rescate de un cierto reformismo, y un tanto de fetichismo. Me explico: Tengo la certeza de que la propuesta del decrecimiento se mueve entre un mera palabrería, en una necesidad de recuperar el reformismo en la producción y el consumo sin tocar la distribución, y aún menos la estructura de poder imperante en el capitalismo, y sobre todo en una reafirmación del fetichismo, en la medida que toda esta propuesta se hace sin tener en cuenta la realidad, la naturaleza, la lógica de acumulación del propio sistema capitalista. Es decir, el discurso del decrecimiento asume como válido el
sistema en tanto y cuanto el capitalismo diseñe y aplique un modelo de sostenibilidad con el entorno y de medidas humanitarias con la población. Como lo dice Joan Martínez Alier, el modelo es válido en cuanto “los países ricos [sepan] vivir de  forma óptima dejando de lado el imperativo del crecimiento económico”. Es decir, para este gran pensador del ecologismo, no sólo es deseable el capitalismo, sino que hasta es posible poner a dieta a la bestia capitalista y conseguir que adelgace, que decrezca.
—Desde su perspectiva, ¿se trata de un discurso seudoradical
que al fin y al cabo no quiere más que reformas?
—Ciertamente, la propuesta es más bien reformista. Acepto que, para algunas personas, la fe mueve montañas. Sin embargo, como base argumental, a mí este razonamiento no me sirve. Por tanto, con mis nuevos argumentos (y alguno que otro viejo) intentaré demostrar que todo el discurso que hacen los
defensores del decrecimiento no pasa de ser un deseo que tienen, un idealismo, un deber ser, un diálogo con los dioses del olimpo, como hacían los mitólogos de cierta época que parecían extinguidos, rogándoles que apliquen medidas respetuosas con la naturaleza y bondadosas con la humanidad. De esta manera, creen que el mito del decrecimiento dentro del capitalismo, el milagro de un desarrollo sostenible, compatible con el uso respetuoso de los recursos naturales y una tasa suave de explotación de la mano de obra asalariada, podrá tener lugar. A veces, incluso, es doloroso constatar cómo el bienestar de las poblaciones, los desequilibrios sociales no aparecen en las preocupaciones de los grupos que se reclaman del ecologismo social, sino de forma subsidiaria: los cinco principales grupos ecologistas del Estado español, en su Programa por la Tierra, exponen respetuosamente al gobierno del PSOE cómo “la política ambiental apenas ha mejorado y, en consecuencia, la situación de partida, que ya era claramente negativa, está muy lejos de haberse corregido. [Finalizan el documento diciendo], por supuesto, no queremos dejar de ser optimistas. La situación de partida era francamente mala, entre otras cosas por la inexistencia de un diálogo social en
materia de medio ambiente, lo cual ha sido ampliamente corregido. Y percibimos tímidas señales de apertura ambientalista en diversos departamentos. Pero lo cierto es que para girar hacia la sostenibilidad de manera significativa España necesita un impulso mucho más fuerte y profundo”. Ni una sola referencia en todo el documento a lo social en un momento en que el paro sobrepasa los 4 millones de personas; la pobreza relativa afecta a casi la mitad de la población; el poder adquisitivo de los colectivos más desamparados sigue deteriorándose; el acceso a la vivienda, si ya era difícil, ahora se hace inalcanzable; la privatización de sectores de la educación, la salud, el transporte público, varios servicios de la asistencia
social, es decir, la precariedad de la vida humana es tan o más grave que el deterioro del medio ambiente, si esta separación de ámbitos fuese correcto poder establecerla. Pero, como decía anteriormente, tales objetivos nos son posibles dentro del capitalismo ni en ninguna otra sociedad clasista. De aquí que yo coincida con los defensores del decrecimiento en tanto y cuanto, para mí, el decrecer supone la muerte irremisible del capitalismo. Pero apoyarnos en todos estos ruegos, o depender de la mano invisible que controla el capitalismo para que cambie de lógica de apropiación de la riqueza, de la expoliación de la naturaleza y el empobrecimiento de las poblaciones, por mucha persuasión y evidencia técnica que aporten estos propagandistas del decrecimiento, no serán, y así lo reconoce el documento elaborado por el grupo
de las cinco asociaciones (G-5a), escuchados por las administraciones estatales. O introducimos nuestras reflexiones dentro del análisis de la estructura de poder que ejercen los capitalistas y diseñamos un proceso que destruya el poder que ejercen dentro del sistema, o con peticiones de buena voluntad no se va a ninguna parte.
—¿Se podrían salvar los estímulos críticos
del discurso decrecentista antes de
que sucumban a la “dialéctica de la ilustración”?
—Sería más pertinente preguntar por las consecuencias que puede provocar el tema en el “imaginario” de sus seguidores. Porque, más allá de criticar el crecimiento, algo que todos estamos en contra, la propuesta decrecentista es insalvable dado que su “crítica” se queda en un mero reciclaje del sistema, en un intento de poner a dieta a la bestia capitalista. Entonces, cegados por ese posibilismo de lo que podríamos llamar el ecologismo dietista, el peligro de la propuesta es hacer creer a sus seguidores que el decrecimiento es viable sin tocar el sistema. En la medida en que se acepta tan acríticamente por parte de los incondicionales del antidesarrollismo la posibilidad de las sociedades con decrecimiento lento o sereno, como le gusta a Serge Latouche definirlas, el autor está reciclando, domando, adormeciendo, el “imaginario” de estas personas, o lo que yo llamaría el sedar la capacidad potencial subversiva, si es que había alguna, de tales personas y
colectivos. Por tanto, de lo que acabo de señalar, se deduce que no es posible ni deseable salvar el discurso decrecentista de sus errores de fondo. Y no lo hacemos desde una dialéctica de la ilustración, sino de analizar y entender la lógica de acumulación del propio capitalismo. Esto nos lleva a que el diseño de procesos que tengan una capacidad de transformación del sistema requiere de los sujetos sociales que deseen intentarlo la imperiosa necesidad de reubicarse más allá, y no dentro, de la lógica del capitalismo. De aquí nuestra crítica a las teorías del decrecimiento.


José Iglesias es miembro del Seminario de Economía Crítica Taifa, de
la Mesa Cívica por la Renta Básica, de la Asociación EcoConcern -
Innovació Social, y pertenece a las llamadas gentes de Baladre /
Zambra.




Giorgio Mosangini
 Entrevista


—¿A qué atribuye usted el “boom” del discurso sobre el decrecimiento?
—Tengo la sensación de que vivimos un momento en el que está aflorando en la conciencia colectiva occidental la idea de que hemos superado los límites naturales. Aunque hace ya más de veinte años que sabemos que la humanidad ha sobrepasado las capacidades de carga del planeta, el hecho permanecía reprimido, como algo que éramos incapaces de mirar de frente. En los últimos años, en cambio, parece cada vez más difícil ocultar el carácter insostenible del proyecto occidental. El ejemplo de la crisis me parece claro al respecto. Nos dicen que vivimos una crisis que ha empezado en el ámbito financiero,
por falta de liquidez, y que se ha trasladado a la economía real. Pero, en el fondo, cada vez más gente intuye que hay algo más. Vivimos una crisis sistémica que engloba todas las esferas de nuestra realidad: ecológica, socioeconómica, cultural, etc. Sospechamos que el origen de la crisis no es una falta de liquidez,
sino todo lo contrario, un exceso de liquidez, un exceso de finanzas que, bajo el mandato del crecimiento exponencial de la economía, agotan de manera creciente unos recursos que son finitos. Así, los activos financieros han crecido por encima de las capacidades reales del planeta. Con el crecimiento, no crece
la riqueza, sino que se agota la disponibilidad de los recursos y se disparan las desigualdades sociales. Sectores muy amplios de la población intuyen en este sentido que los planes de rescate sólo agravan el problema, en una huída hacia adelante que compromete aún más nuestras posibilidades de supervivencia.
La fase actual de insostenibilidad hace que vivamos un momento clave, en el que el capitalismo puede no tener futuro, y hasta la propia continuidad de la especie humana está amenazada. Por ello, el decrecimiento irrumpe en el discurso político como un llamado de urgencia a cambiar las estructuras y valores
fundamentales de nuestras sociedades si queremos sobrevivir. El “boom” del decrecimiento probablemente también se pueda explicar en parte por la increíble habilidad del sistema de recuperar y pervertir conceptos e ideas. Los movimientos sociales y las reflexiones teóricas críticas se ven obligados a una continúa
búsqueda de nuevas teorías y nuevos lemas que les permitan batallar por el significado y no dejar que el sistema se apropie de las palabras que utilizamos. El caso de la palabra “sostenibilidad” es muy significativo al respecto. Hoy en día ha perdido cualquier carga política, aunque su sentido estricto es de una radicalidad formidable si se llegara a utilizar honestamente y no digamos ya a aplicar. En este sentido, quizás el
decrecimiento tenga un poco de eso también, y sea un intento más de rechazar la recuperación de la crítica por parte del sistema e intentar luchar para que nadie nos arrebate el significado de lo que queremos. Por último, no hay que olvidar que el “boom” del decrecimiento es totalmente relativo, en el sentido de que irrumpe en un ámbito político absolutamente minoritario y estigmatizado por el sistema dominante.
—¿Cómo se sitúa usted en los debates actuales?
—Me parece que dentro del decrecimiento, tanto como corriente de pensamiento como movimiento social, todo el mundo coincide en el hecho de que no se trata de saber si habrá o no decrecimiento. Lo que está en juego es saber si tenemos por delante un escenario de colapso o si seremos capaces de materializar un proyecto político que conjugue sostenibilidad e igualdad. Otra cosa que creo que es bastante compartida es entender que el decrecimiento no propone una receta. El decrecimiento nos llama a recuperar protagonismo como comunidades políticas, recobrar espacios de autogestión ante el proyecto de mercantilización de todas las esferas de la realidad del capitalismo. Por ello, nuestro futuro pasa por encontrar soluciones que sean sostenibles en términos ecológicos y que erradiquen las desigualdades en términos sociales en todas las escalas. De allí la importancia de la cuestión de la “relocalización” dentro del decrecimiento. No puede haber una receta, todo está por reinventar, en función de los grupos humanos y ecosistemas que consideremos. Este punto es una riqueza del decrecimiento: no se trata de un proyecto dogmático, sino de una propuesta abierta a una gran diversidad de experiencias y corrientes de transformación radical de la sociedad. Su vocación es más de paraguas de alternativas y por ello convergen en su seno personas y colectivos de muy distintas tradiciones políticas y filosóficas: ecología política, anarquismo, marxismo,
feminismo, etc. Este carácter abierto es una fortaleza y una necesidad pero también me parece una debilidad en cuanto a su futuro como proyecto político. La articulación política de las ideas del decrecimiento y de los movimientos sociales que lo defienden parece muy compleja de concretar. En este sentido, creo que todo el mundo tiene que ir trabajando bajo el paraguas del decrecimiento desde su contexto. En mi caso, mi interés por el decrecimiento radica sobre todo en su capacidad para enfrentar los modelos dominantes en la cooperación internacional. Caricaturizando un poco podríamos decir que la cooperación dominante quiere dar respuesta a la pobreza y a las carencias de los países del Sur. La cooperación desde el punto de vista del decrecimiento, en cambio, se centraría en la lucha contra las desigualdades y en el cambio de las estructuras que rigen el sistema global. Para el decrecimiento, no es cierto que el Sur no crezca o no se desarrolle. Lo hace en beneficio de los países del Norte y de las élites del Sur (lo que podríamos llamar el “Norte global”), en detrimento de los países del Sur y de las poblaciones excluidas en el Norte (lo que podríamos llamar el “Sur global”). El Norte global está usurpando ecoespacios del Sur global para mantener sus estructuras y seguir creciendo. Por tanto, defender el decrecimiento en el ámbito de la cooperación implica reivindicar que el problema central no son las carencias del Sur sino los excesos del Norte global. Quedan por proponer modelos de intervención centrados en implementar ajustes ecológicos y sociales en el Norte y en el cambio de los modelos y estructuras económicos, recuperando la sostenibilidad y promoviendo la igualdad.
—Los críticos del decrecimiento subrayan su sesgo reformista,
que no refleja el poder del capitalismo y su reproducción. La
imagen de una salida localista fuera del mundo capitalista,por
ejemplo, hace creer que los individuos y pequeñas comunidades
podrían establecer otra sociedad mas allá del capitalismo,
pero eso ¿es algo más que buenas intenciones?
—Creo que tachar al decrecimiento de reformista es desconocer sus análisis y propuestas. El decrecimiento como proyecto político es radicalmente anticapitalista. También es revolucionario, si por ello entendemos defender la necesidad de una transformación radical y de una ruptura con las estructuras establecidas.
La lógica de crecimiento ilimitado que el decrecimiento sitúa en el centro de sus análisis es uno de los motores básicos del proceso de explotación y acumulación capitalista, por tanto nos ayuda a entender su funcionamiento y reproducción. Pero el decrecimiento no es sólo anticapitalista. El socialismo real ha sido un claro ejemplo de un sistema económico no capitalista que también estaba preso de la lógica de crecimiento
ilimitado y del afán productivista, condenando la sostenibilidad ambiental y social. Por tanto el anticapitalismo es necesario pero no suficiente. Por otro lado, el decrecimiento, aunque parte de un análisis materialista, presta más atención que otras teorías radicales a otros aspectos, como por ejemplo los elementos culturales. El horizonte político del decrecimiento es doble: sostenibilidad ambiental y justicia social. Para lograrlo, no plantea una doctrina cerrada, sino que aspira a la confluencia de diversas tradiciones de transformación radical del sistema. En cuanto a la imagen localista, no creo que nadie plantee
seriamente una salida individual o por pequeños grupos del capitalismo. El “decrecimiento en una sola localidad” sería entonces una pobre caricatura del fracaso del “socialismo en un solo país”. La relocalización dentro del decrecimiento surge esencialmente por necesidades físicas, materiales. El ajuste
ecológico que tenemos por delante conllevará inevitablemente una relocalización de todas las esferas de la vida. Puesto que hemos sobrepasado los límites, la reducción del consumo de materia y energía que se producirá nos obligará a depender mayormente de nuestro entorno más inmediato. Es sencillamente
imposible seguir viviendo gracias a alimentos y bienes que han recorrido decenas de miles de kilómetros o coger un avión cada vez que nos vamos de vacaciones. Así, la relocalización es ante todo una necesidad. Pero también es una virtud, ya que puede facilitar procesos de autogestión y de control democrático local
que permitan recuperar esferas mercantilizadas, devolviéndolas a fines sociales y ecológicos. En definitiva, aunque sea una parte importante no podemos ni mucho menos reducir al decrecimiento a sus propuestas de relocalización. La transición que propone el decrecimiento hacia la sostenibilidad y la justicia
exige actuar a diversas escalas, desde lo personal (simplicidad voluntaria, autoproducción, reducción de la dependencia del mercado, etc.), pasando por los ámbitos de autogestión (cooperativas de productores y consumidores, sistemas de intercambios no mercantiles, etc.), hasta la esfera del cambio político colectivo. Es evidente que las dos primeras escalas sin la tercera dimensión no podrán por sí solas alcanzar un cambio
estructural. Los objetivos del decrecimiento pasan entonces también por concretar políticas de cambio estructural como pueden ser medidas que sujeten a la economía a los fines ecológicos y sociales o la reconversión de las estructuras económicas para disminuir el uso de materia y energía e incrementar el
cuidado de la naturaleza y de las personas y por tanto su bienestar. La urgencia de la crisis ecológica es el principal reto que enfrentamos. Si no somos capaces de concretar e implementar las políticas necesarias para una transición igualitaria hacia la sostenibilidad, el decrecimiento pronto sólo podrá ser un colapso■


Giorgio Mosangini es miembro del Col.lectiu d’Estudis sobre
Cooperació i Desenvolupament y autor de diversos estudios
sobre decrecimiento

El Viejo Topo-2009
DOSSIER DECRECIMIENTO

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