El principio de Responsabilidad de Hans Jonas III
LA RESPONSABILIDAD CON LA NATURALEZA
EXTRAHUMANA
Jonas parte de algunas premisas, con relación a la naturaleza extrahumana, que nos parece importante destacar.
La naturaleza alberga valores, puesto que contiene fines en sí mismo, y por lo tanto, todo puede ser considerado a menos que sea una naturaleza desprovista de valores. La pregunta que se plantea es si es nuestro deber el ser solidarios con los valores de la naturaleza. El propio Jonas contesta: ”Esto implicaría que habría de buscarse no sólo el bien humano,sino también de las cosas extrahumanas,esto es, implicaría ampliar el reconocimiento de “fines en sí mismos” más allá de la esfera humana e incorporar al concepto de bien humano el cuidado de ellos”.
Considera que en la era de una civilización dominada por la técnica, el primer deber del comportamiento humano es con el futuro del hombre mismo. De ese modo, está explícitamente contenido el futuro de la naturaleza como condición sine qua non por ser ésta, condición imprescindible para la vida humana. Al mismo tiempo, debe considerarse una responsabilidad de naturaleza metafísica, pues el hombre no sólo se convierte en peligro para su propia existencia sino también, para toda la biosfera. De modo que, la rica vida de la Tierra conseguida a través de una larga labor creativa de la naturaleza, está a nuestra merced y exige nuestra protección.
Entre las alternativa de conservación o destrucción, el interés del hombre coincide con el del resto del mundo vivo, pues la naturaleza es la morada de todos, en el más sublime de los sentidos, y por lo tanto, tiene que ser preservada. Reducir el deber únicamente del hombre por el hombre, desvinculándolo del resto de la naturaleza, representaría una disminución sin sentido, y más aún, sería la deshumanización del propio hombre. A partir de ese presupuesto, Jonas construye la ideas de una comunidad única para el destino del hombre y de la naturaleza, comunidad que sólo recientemente se descubrió en peligro que nos hace reconocer la propia dignidad de la naturaleza, convocándonos a preservarla, en un sentido mucho más allá del puramente utilitario.
Recuerda que la dura ley de la ecología, revelada por primera vez por Malthus, la cual señala la necesidad de evitar toda agresión desmedida al conjunto de parte de los individuos y alerta que cualquier crecimiento exagerado del más fuerte perjudicaría la permanencia del todo. Hasta no hace mucho tiempo, la creciente agresión del hombre a la naturaleza no suponía alguna mudanza definitiva, o que pudiera considerarse irreversible. Hoy, sin embargo, se ve claramente que el extraordinario éxito de la tecnociencia, nos muestra que tuvimos una breve fiesta de riqueza, y volvemos aceleradamente a la crónica pobreza diaria o, sobre todo, a la amenaza de estar entrando en una catástrofe de enormes proporciones para la naturaleza, y por consecuencia, para la humanidad.
El saqueo cada vez más brutal de las reservas del planeta nos hace escuchar los primeros balbuceos de la naturaleza que se niega a dar más de sí misma.
Según la fórmula de Bacon, saber es poder. Lo que constatamos ahora es que el poder se volvió autónomo, mientras sus promesas se convirtieron en amenazas y sus perspectivas salvadoras están transformándose en apocalipsis.
Ilya Prigogine, Premio Nobel de química y Profesor de la Universidad de Bruselas y de la Universidad de Texas, en su libro “El fin de las certezas”, considera la ciencia como un diálogo con la naturaleza y dice que comprenderla es uno de los grandes proyectos del pensamiento humano. Alerta que comprender no puede significar controlar, pues, “sería ciego el señor que creyera conocer a sus esclavos por el simple hecho de que ellos le obedezcan (...). Ninguna especulación, ningún saber jamás afirmó la equivalencia entre lo que se hace y lo que se deshace, entre una planta que nace, florece y muere, y una planta que resucita, rejuvenece y retorna a su semilla primitiva, entre un hombre que madura y aprende y un hombre que progresivamente se vuelve niño, después embrión, después célula19”.
Edgar Morin, filósofo francés, célebre autor de cuatro volúmenes sobre “El método” considera a la humanidad como una “entidad planetaria y biosférica”. En una visión poética nos ve:
(...) como minúsculos humanos sobre la minúscula
película de la vida que cubre un minúsculo planeta perdido
en un descomunal universo. Pero, al mismo tiempo,
ese planeta es un mundo, la vida es un universo pululante
de billones y billones de individuos (...). Nuestro
árbol genealógico terrestre y nuestra cédula de identidad
pueden hoy finalmente conocerse, al término del quinto
siglo de la era planetaria. Y es, justamente ahora, en que
las sociedades diseminadas sobre el Globo se comunican,
en el momento que colectivamente se juega el destino de
la humanidad, que ellas adquieren sentido para hacernos
reconocer nuestra patria terrestre20.
Vamos a detenernos un poco sobre las acciones del homo faber sobre nuestra patria terrestre. Datos muy importantes y respetados por todos los que se dedican a ese tema, son los ofrecidos por los informes del Instituto Worldwatch sobre el desarrollo y el medio ambiente. En el informe “La situación del mundo”, de 1993, se observa que en todas partes hay personas preocupadas con el continuo deterioro del planeta21.
Se estima que la participación en la conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo y las reuniones simultáneas de organizaciones no gubernamentales, ocurridas en Río de Janeiro en junio de 1992, haya alcanzado alrededor de 35 mil personas, Ciento seis jefes de Estado participaron en la Conferencia Cumbre sobre la Tierra, la mayor reunión de líderes políticos de la humanidad. Más de 9 mil periodistas cubrieron el acontecimiento, que a pesar de lo grandioso, no alcanzó las expectativas esperadas. Muchas de las dificultades provienen de la insistencia, de parte de los EEUU, de que los objetivos y los calendarios propuestos para reducir las emisiones de carbono deberían ser retirados del tratado sobre el clima. La convención para proteger la biodiversidad fue apenas razonable, pero aún así los EEUU no estuvieron de acuerdo en firmarla. Es claro que el encuentro no fue una pérdida de tiempo, el tratado sobre el clima fue firmado por 154 países, y estableció mecanismos internacionales para que los gobiernos notifiquen sobre las variaciones en las emisiones de carbono. Este flujo de informaciones permitirá una mayor atención al peligro representado por el creciente calentamiento del planeta. Muchos países presentaron pequeños avances en la mejoría de la cualidad del aire y del agua, aunque los indicadores globales nos muestran un deterioro continuo y generalizado de las condiciones de vitalidad de la Tierra. La concentración atmosférica de dióxido de carbono (CO2) subió un 9% y el riesgo para la vida humana, en función del aumento de radiaciones ultravioleta alcanzó niveles críticos. En la Conferencia que se realizó en Estocolmo, en 1972, nadie imaginó que tal peligro estaría presente 20 años después. Las inquietudes ecológicas provienen también, del casi inexistente sistema de contabilidad biológico. El sistema internacionalmente aceptado para presentar la contabilidad económica de un país, el llamado Producto Interno Bruto (PIB), evalúa correctamente el deterioro de las fábricas, pero no considera el deterioro del capital natural, como es el caso de pérdida del suelo por erosión, la destrucción de las selvas por la lluvia ácida o la disminución de la capa de ozono.
El resultado es que la contabilidad económica realizada por los países sobrevalora el progreso técnico sin considerar la degeneración ambiental, lo que logra estimular las políticas económicas que perjudican el equilibrio ecológico. El sistema de contabilidad biológico conocido es muy precario y ni se tiene idea del número de especies de plantas y animales que se extinguen cada año. La consecuencia natural de una economía en expansión basada en una contabilidad tan distorcida es la de que poco a poco la vida se desvanece del planeta. Las actividades que provocan el deterioro ecológico y que se implantaron en
las últimas décadas, se traducen actualmente en la reducción de tierras cultivables, de los bosques, de las pasturas y de la pesca. En consecuencia, son crecientes los gastos en proyectos de descontaminación de los ambientes, de tratamientos para enfermedades como cáncer de la piel, enfermedades congénitas, distintas formas de alergias, enfisema pulmonar, asma brónquica y otras enfermedades respiratorias. Pero sobre todo, el aumento de los costos humanos, proveniente de la expansión del fenómeno del
hambre, son impresionantes. Todavía con respecto a la contaminación ambiental, especialmente del agua, del aire y del suelo por productos tóxicos y radioactivos, bien como el del aumento de la radiación ultravioleta, todos en conjunto, están perjudicando las personas y haciendo aumentar los gastos en salud.
Un estudio sobre la cualidad del aire, realizado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), y por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) nos muestra que 625 millones de personas están expuestas a peligrosos niveles de dióxido de azufre, procedente de la quemada de combustibles fósiles. Los epidemiólogos de la Agencia de Protección Ambiental de los EEUU creen que la pérdida progresiva de la capa de ozono de la Tierra ocasionará, sólo en ese país, un aumento de 200 mil casos de muertes por cáncer de piel en los próximos 5 años. A escala mundial eso significa millones de muertes. Se sabe que, por el mismo motivo, aumentará considerablemente el número de personas con cataratas.
Más dramática aún es la situación de los residuos nucleares. Los gobiernos de los países con centrales nucleares fracasaron en la tentativa de conseguir un sistema seguro para el almacenamiento de los residuos atómicos. Las generaciones futuras tendrán que solucionar ese problema que recibirán como herencia de la humanidad de hoy.
Una de las publicaciones más reconocidas sobre el equilibrio ecológico es oriunda de la Comisión Mundial del Medio Ambiente y Desarrollo, que tiene por título “Nuestro Futuro Común”. Surgió a partir de una iniciativa de la Asamblea General de las Naciones Unidas que buscaba establecer un programa global para la manutención de las condiciones de equilibrio del medio ambiente para el año 2000. Esa convocatoria surgió en función de la gran frustración de la comunidad internacional, como resultado de la incapacidad de hacer frente a las cuestiones vitales que implica la salud del medio ambiente. En las palabras del presidente de la Comisión, Gro Brundtland:
“era la esperanza de que el medio ambiente dejaría de ser
un problema secundario en las tomadas de decisiones políticas
(...). Sería el camino para salvaguardar el futuro,
preservando los intereses de las generaciones futuras”. El
camino que se proponía era, en realidad, la búsqueda de
un imperativo para preservar la naturaleza, considerándola
como un fin en sí mismo y, por encima de todo,
imprescindible para la conservación de la vida humana.
Se rescataba así la interacción hombre/naturaleza que la
visión tecnológica había distorsionado. El título de la publicación
“Nuestro Futuro Común” ya expresa la intención
de una búsqueda de soluciones multilaterales que contemplara
un sistema de política económica internacional
fundado en la cooperación. Son propuestas que miran a
la humanidad en un horizonte más allá de las diferentes
concepciones de soberanía nacional. Como normas superiores,
gravitan por encima de las órbitas de limitadas
estrategias de ganancias económicas nacionales y, sobre
todo, de la pobre percepción del fenómeno de la vida, que
la tecnociencia creó a partir de la separación en materias
La iniciativa anterior ocurrió en Estocolmo, en 1972, con la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente. En la época, las naciones industrializadas se reunieron con la meta hacer compatibles el desarrollo tecnológico y los derechos fundamentales de la familia humana, para disponer de un medio ambiente preservado. Dicho evento fue seguido de una serie de otros encuentros internacionales sobre el derecho que las personas tienen a disponer de alimentos saludables, viviendas seguras, agua potable y de tener acceso a los medios de control de la natalidad que se disponen.
De la obra “Nuestro Futuro Común” tomamos un precioso pasaje del mensaje del presidente, la norueguesa Gro Brundtland, dirigido a los miembros de los innumerables países representados en la Comisión: “Si no conseguimos que nuestro urgente mensaje llegue a los países y a las personas que toman decisiones en la actualidad, corremos el riesgo de solapar el derecho esencial que tienen nuestros
hijos a un medio ambiente sano y que privilegie a la vida”.
Desde el espacio sideral podemos ver a la Tierra como una pequeña y frágil esfera, dominada no por la actividad y obras humanas, sino por enormes extensiones de océanos, nieve, espacios verdes y tierras. La incapacidad de adecuar una tecnología no agresiva a la vida sensible de ese enorme organismo está cambiando una realidad de millones de años y provocando la destrucción y la muerte. Muchos aspectos críticos de supervivencia están relacionadas con el desarrollo desigual, con la pobreza y con el incontrolado crecimiento de la población. Todos esos factores crean una presión, sin precedentes, sobre las tierras, las aguas, los bosques y otros recursos naturales del planeta, en particular en los países en desarrollo.
Por lo tanto, hay una relación entre pobreza, desigualdad social y degradación del medio ambiente.
Lamentablemente las cifras económicas nos muestran que hay más personas en el mundo pasando hambre de lo que jamás hubo en la historia de la humanidad. Lo mismo ocurre con aquellos que carecen de agua potable o de vivienda segura. La distancia que separa las naciones ricas de las pobres se amplía cada vez más y no existen indicadores favorables para que haya cambios en esa triste realidad. Se calcula que a cada año, 6 millones de hectáreas de tierras productivas se convierten en desiertos, lo que significa perder, cada 30 años, una superficie equivalente al territorio de Arabia Saudita. Anualmente se destruyen más de 11 millones de hectáreas de selva, lo que es equivalente a perder la superficie de la India, de 30 en 30 años. Cuando se piensa que la población del planeta se duplicará en el próximo milenio, surge la pregunta: ¿qué patrimonio ambiental dejaremos a las generaciones venideras?
Lamentablemente las cifras económicas nos muestran que hay más personas en el mundo pasando hambre de lo que jamás hubo en la historia de la humanidad. Lo mismo ocurre con aquellos que carecen de agua potable o de vivienda segura. La distancia que separa las naciones ricas de las pobres se amplía cada vez más y no existen indicadores favorables para que haya cambios en esa triste realidad. Se calcula que a cada año, 6 millones de hectáreas de tierras productivas se convierten en desiertos, lo que significa perder, cada 30 años, una superficie equivalente al territorio de Arabia Saudita. Anualmente se destruyen más de 11 millones de hectáreas de selva, lo que es equivalente a perder la superficie de la India, de 30 en 30 años. Cuando se piensa que la población del planeta se duplicará en el próximo milenio, surge la pregunta: ¿qué patrimonio ambiental dejaremos a las generaciones venideras?
Recordamos aquí las palabras de Jonas:
“Toda ética tradicional contaba únicamente con comportamientos
no acumulativos (...) ¿Y si el nuevo modo de
acción humana pone en evidencia que es necesario considerar
otras cosas además del interés del hombre, que nuestro deber
es mucho más grande y que los límites antropocéntricos de
Estamos obligados a responder, con Jonas, que el estado de la naturaleza extrahumana, toda la biosfera, está sometida a nuestro poder, habiéndose convertido en un bien cuya preservación pasó a estar bajo nuestra entera responsabilidad. Se ha transformado en una exigencia moral, ha adquirido derecho propio, más aún, su destrucción implicará la sentencia de muerte para la propia humanidad. Tenemos que concordar pues, que es indispensable agrandar el horizonte ético, lo cual significa no solamente considerar el bien humano, sino también el de la naturaleza extrahumana que pasa a imponerse bajo la condición de un “un fin en sí mismo”.
Hombre y naturaleza pasan a ser interdependientes, puesto que la vida de uno significa la vida del otro. La destrucción de la capa de ozono permite el incremento de la penetración de rayos ultravioletas, lo que hace aumentar el número de casos de cáncer de la piel. La tala de los bosques hace reducir los manantiales de agua, lo que provoca la desertificación de extensas áreas de tierra que dejan de producir alimentos, culminando con el hambre.
Muere la naturaleza y, por consecuencia muere también el hombre. El peligro de la destrucción de la naturaleza, así como de la propia vida humana, nos impone el deber de asumir una ética de conservación, de cautela, de prevención y no del progreso a cualquier costo, porque en realidad, y en última instancia, se trata de la custodia de la propia vida. Llegamos al tiempo en que la idea, incluso la de progreso, reclama que las metas expansionistas sean sustituidas por un desarrollo calculado, no destructivo y en defensa de la naturaleza.
Hasta la primera mitad del siglo XX el planeta acogia todas las actividades humanas y sus efectos se distribuían entre las naciones. La energía, la agricultura, el comercio, el medio ambiente, la economía, los problemas sociales eran cuestiones nacionales. Esa posibilidad en los últimos decenios desapareció progresivamente, dando lugar a problemas de alcance y de interés de todo el conjunto de las naciones.
Hoy se habla de crisis del medio ambiente, del desarrollo, de la energía, lo que caracteriza una única crisis de carácter global. Si no, veamos: la sequía que hubo en Africa, a fines de la década del 80, se transformó en una crisis medio ambiental que puso en peligro de vida a 35 millones de personas, causando la muerte de, por lo menos, un millón. En el mismo período, un accidente en una fábrica de pesticidas en Bhopal, India, causó la muerte de 2.000 personas y la ceguera o lesiones oculares graves de otras 200.000. La explosión del reactor nuclear de Chernobyl, desparramó nubes radioactivas por toda Europa, provocando perjuicios incalculables a la salud humana y un número nada pequeño de cáncer que todavía está por manifestarse. Un incendio ocurrido en grandes depósitos de
productos químicos y agrícolas en Suiza, fue causa de la contaminación del río Reno con mercurio y otros, lo que provocó la muerte de millones de peces y fue una amenaza para el abastecimiento de agua potable de Alemania y Países Bajos. También en la década del 80, un número de personas estimado en 60 millones, murió de enfermedades diarreicas relacionadas con el consumo de agua contaminada y desnutrición, siendo que las víctimas eran, en su mayoría, niños.
Gran parte de los esfuerzos para mantener el progreso tecnológico, dirigido a la satisfacción de ambiciones humanas al final del siglo XX, culminarán en calamidades ambientales. En un balance superficial de lo que esta generación está produciendo, tal vez puedan identificarse algunos beneficios, pero nuestros hijos y las generaciones por venir, sin duda, heredarán muchos perjuicios.
Estamos retirando los ahorros del banco ambiental, sin ninguna posibilidad de reembolsar. Quienes pagarán esa cuenta serán nuestro hijos y los hijos de nuestros hijos. Lo que pasa es que las consecuencias de nuestras decisiones avanzan en el tiempo y de ellas participan no sólo nuestros contemporáneos. Las generaciones futuras no están presentes, no votan, no tienen poder político, no
pueden oponerse a nuestras decisiones. Esa falsa prodigalidad significa la falencia, penuria y el sufrimiento para las generaciones futuras. La mayoría de los gobernantes de hoy estará muerta antes que el planeta sufra los efectos más graves de las lluvias ácidas, del aumento global de la temperatura, del agotamiento dela capa de ozono, de la incontrolable desertificación, del desaparecimiento de un incontable número de especies y de la consecuente pérdida de la biodiversidad.
A principios del siglo XX, ni el número de habitantes ni la tecnología disponible tenían poder para cambiar sensiblemente los sistemas de vida del planeta. Al final del mismo se vio, no obstante, una realidad totalmente diferente. Concebimos una tecnología de un poder casi ilimitado que está introduciendo cambios inesperados en la atmósfera, en las aguas, entre las plantas y los animales y en todas sus interrelaciones. La responsabilidad de detener esas transformaciones que llevan al caos es de todos los ciudadanos, de todas las naciones. Los países en desarrollo soportan la mayor parte de los perjuicios resultantes del deterioro del medio ambiente. Sin embargo, la tarea es de todos, puesto que toda la familia humana sufre con el desaparecimiento de las selvas tropicales, con la pérdida de especies de la fauna y la flora, con la acumulación de desechos tóxicos y atómicos. Finalmente, nos vemos obligados a reconocer que somos tripulantes de una misma nave y se ha vuelto imperativo crear mecanismos éticos que mantengan a nuestra embarcación en condiciones de navegar en ese inmenso mar que es el Universo.
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